“No tengas miedo de ser otra persona. Ama tu pasado, pero sigue el viaje”
—The house (2022)
Creo, estimado lector, que, en muchos sentidos, somos la conjugación de dos mundos: desde la mitad de nuestros cromosomas hasta la mitad de nuestro carácter, desde nuestra luz hasta nuestra oscuridad. A todos nos constituye una dualidad que, aunque las más de las veces suele ser disonante, en el fondo resulta armónica. Y es que ¿acaso no somos todos resultado de la unión de dos polos, el fruto de una fusión humana?
Todos, por más que algunos no conozcan una o incluso ambas partes, provenimos de dos familias, distintas entre sí, a veces completamente contrapuestas la una a la otra, cada una con sus tradiciones y sus costumbres, sus historias, sus linajes y, también —¿por qué no decirlo? —, sus árboles de malestares y pesares físicos, mentales, emocionales, espirituales.
I. El conde de Orgaz
Entre la sala y el comedor de la casa de mis abuelos maternos hay una consola que antaño tocaba música, pero que ahora sirve para soportar figuritas, plantas y la fotografía de mi abuelo (en paz descanse). En la pared detrás de la consola hay un cuadro, una pintura de El Greco que se titula El entierro del conde de Orgaz. En ella se distinguen dos apartados: abajo, dos obispos (entre ellos Agustín de Hipona) sostienen el cuerpo de un conde fallecido, con su armadura de guerra, rodeados por una corte de hombres. Arriba, el cielo: la Virgen María, Jesucristo, arcángeles y la corte celestial, todos recibiendo al conde en cuerpo casi desnudo por completo.
Mi Tata imprimió alguna vez un pequeño libro con la historia del conde de Orgaz que le dio a mi Pala, a mi mamá y a sus hermanos. Jamás lo he leído, pero he escuchado fragmentos de la historia. Sucede que el linaje de mi abuelita (Orgaz) se remonta a ese conde, que murió por amor. Más allá de cualquier polémica historiográfica sobre el milagro de su recepción celestial, me gusta pensar en eso: murió de amor. Quizá por eso la familia de mi madre siempre ha sido así, llena de ímpetu, de amor y de pasión. La pintura del conde me remonta a esa profundísima dimensión de sentimientos que permea en toda la familia, el carácter de valores inamovibles y la religiosidad llena de pathos. Allí lloramos mucho y amamos aún más.
II. La unción de los apóstoles
Mi abuelo Jaime (en paz descanse, también) era diácono, y desde que yo era niño lo veía muchas veces rezando, iba su servicio y en las comidas familiares bendecía los alimentos antes de que el festín comenzara. Con él tuve muchas pláticas de teología, fe y religión: la duda frente al salto, el silencio, la incertidumbre. En la sala de la casa de mis abuelos paternos hay un cuadro colgado en la pared: Jesús, entre sus discípulos, coloca sus manos en la frente de un apóstol arrodillado, la luz bañándolos a ambos. La pintura tiene un estilo realista, aunque los trazos recuerdan a las figuras de Rubens.
Cuando veo el cuadro me inunda una sensación de contemplación, de regocijo incluso. En la imagen, de colores fríos y algo desgastada por la luz solar, veo reflejados todos esos rasgos de la familia de mi padre: la melancolía y la frialdad que a ratos hacen tregua con la alegría de la existencia llena de risa, canto y baile; la distancia y la seriedad grave que a veces tienen contacto con una calidez primaveral, llena de comprensión y esperanza. Allí nos enojamos mucho y bailamos aún más.
No creo que muchos de mi familia les presten atención a esos cuadros colgados; de hecho, creo que la mayor parte de las veces pasan desapercibidos. Pero me pregunto: ¿acaso no cambiaría toda la atmósfera de la casa si alguno de ellos faltara? Equilibrio es vinculación sin amalgama. Y estos dos cuadros vinculan a mi familia no porque nos lleven a un ejercicio específico de reunión, sino porque en ellos veo la esencia de cada una, sin juicios ni valorizaciones.
A veces, cuando miro los cuadros, llego a sentir esa redención que se encuentra cuando logramos la aceptación de nuestros polos, la conjugación de los dos mundos que cada uno de nosotros lleva dentro. Lo que más pesa aquí es, precisamente, la aceptación: la renuncia al control de todo y el rendirse frente a lo que uno es, el fin de una guerra interna que no tiene sentido. Pero hace falta la comprensión: indagar en la memoria de nuestros abuelos y nuestros padres, mirar con ojos comprensivos los errores de nuestros antepasados y las rutas vitales de nuestra ascendencia. A la pregunta «¿Quiénes somos?» le va incluida, así, el «¿De dónde venimos?». Y a la mostración de lo que somos le va implícita la aceptación de nuestra historia, de nuestro pasado.
¿Cuántas veces no luchamos con nuestra familia, con esa carga que generación tras generación se ha legado de manera inconsciente? ¿Cuántas veces no nos hemos aterrado frente a las posibilidades futuras que la historia familiar nos sugiere? ¿Cuántas veces no hemos renegado de cómo crecimos, de cómo fuimos educados? Y, sin embargo, hay momentos en los que me siento tan orgulloso de ser quien soy, que si me dieran a elegir no cambiaría un ápice de lo que ha sido mi vida, ni de la familia en la que nací.
Cuando el pasado pesa es que no hemos hecho las paces con él; y lo curioso es que por más que nos resistamos a hacerlo, esa es la única puerta que tenemos para salir del infierno, para encontrar nuestro camino. Cuando uno se adentra en sus pantanos, inevitablemente habrá de atravesar lugares sinuosos del pasado familiar, encontrará memorias que necesitan sanar, ruinas que hay que atravesar para nunca más volver a ellas. Al salir, quizá la familia se sorprenda de la transformación que experimentamos, pero cuando nosotros alcemos la mirada para verlos a los ojos sabremos que no somos tan distintos, que tenemos un pasado común, y nos sentiremos unidos; seremos conscientes de qué demonios nos acechan, de cuál pie cojeamos, y sabremos que en nosotros está, también, la potencia de hacer que ese árbol familiar crezca y se cure y le sea devuelta la primavera: desde el amor y el llanto hasta la melancolía y el baile.
En tono de guitarra acústica y canto folk, la redención de la aceptación me muestra el horizonte nuevamente, el conde y el apóstol dándose un abrazo, la mirada con lágrimas felices de quien despide a alguien para que tome su propia ruta, para que vuele nuevamente. Ahora siento con la comprensión de quien no puede estar mucho tiempo enojado con su amigo, con su familia. Ahora sé que mis abuelos me acompañarán siempre a donde vaya, que las cargas de antepasados no tienen que ser mis cargas, y que la vida buena es armonía entre dos mundos.
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