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Del deporte y el humor en filosofía

Foto del escritor: Sergio SantivalSergio Santival

El pasado 17 de julio de este año se jugó la final femenil de la Volleyball Nations League 2023. Con un contundente equipo, Turquía venció a China 3-1. Ese mismo día, México venció a Panamá 1-0 y ganó la final de la Copa Oro, con un partido atropellado por un arbitraje de bajo nivel y un equipo que, si bien se recuperó en el torneo, aún muestra deficiencias tanto a nivel individual como colectivo. Parece que después de estos duros, durísimos años de pandemia por fin vuelve la energía vibrante del deporte al mundo. ¿Y cuánta pasión y cuántas emociones no nos saca el deporte?


Aunque quizá no se lo imagine usted, estimado lector, yo soy un aficionado del deporte, o al menos solía serlo. Desde que arrancó la pandemia —y unos meses antes, debido al que entonces era mi trabajo— dejé de practicarlo como me gustaba hacer: con regularidad y disciplina, con compinches y siempre buscando dónde echar reta. Con el tiempo, los hábitos se pierden, y con ello muchas veces olvidamos qué nos gusta hacer en nuestro tiempo libre, por qué e incluso cómo. No creo que sea malo olvidar, de hecho, en ocasiones es bueno y muy sano. La cuestión radica en lo que olvidamos, y hasta en por qué lo hacemos. Es el caso, por ejemplo, de tragedias y dolores que pesan lo que el plomo: olvidarlos nos permite liberarnos de losas pesadas que cargamos sin razón en nuestra espalda; pero este olvido ha de ocurrir luego de un proceso de comprensión y aceptación de lo sucedido, pues de lo contrario corremos el riesgo de caer en un olvido que lo único que hace es arrumbar una caja más en nuestro desván interior.


Pero es posible, también, recordar lo que olvidamos. De modo que, por ejemplo, puedo recordar lo que amo del deporte, por qué me gusta, por qué me llena tanto. Podemos olvidar, así, las cosas que nos dañan o que son un lastre para nosotros, y podemos recordar las cosas que antes nos llenaban de energía y vitalidad.


Siempre me han gustado las semblanzas profesionales en los que no todo es grado de estudios y experiencia laboral, sino que se incluyen gustos, hobbies, aficiones, etc. Por supuesto hace unos meses redacté una semblanza mía con ese estilo, propio sobre todo del periodismo y la literatura. Lo más seguro es que un filósofo 100% hijo de la academia se horrorizaría al ver algo así, y no me imagino en la semblanza de un Richard Feynmann, por ejemplo, sus gustos personales. Lo mejor es dejar lo personal y privado en su lugar, y lo que se refiere al trabajo en su respectivo espacio. Pero también, creo, es sano a veces evitar el síndrome del académico (que sólo lee sobre su propio campo, se la pasa en su despacho pensando al respecto y no mira ni escucha ni se divierte con otras cosas), permitirnos disfrutar de nuestra jocosidad, nuestra alegría y nuestros gustos “mundanos”.


Creo que el filósofo, y quizá en general cualquier investigador que únicamente se ciña al campo de su investigación, suele caer en este problema. Por lo general si pensamos en un filósofo no nos lo imaginamos riendo o haciendo un chiste, tampoco pasa con los científicos ni con los políticos. ¿Pero vale realmente la pena vivir así? También el científico tiene líos amoríos y aventuras eróticas; también hay fiestas y noches en los que el investigador se toma hasta el pulso. También al filósofo le está permitido divertirse y experimentar la vida en su profunda aventura, llena de cosas impredecibles de las que un juicio meramente racional no logrará entender jamás su sentido, su vivacidad, su fuerza. También al científico le está permitido hacer bromas —y de hecho, pese a lo que la mayoría podría pensar, ¡muchos de los grandes científicos bromean bastante!


Quienquiera que haya generado esta imagen de los científicos o los filósofos aburridos que sólo visten de traje, jamás sonríen y lo único que hacen es ir a trabajar, leer el periódico en y pasársela pensando en casa tiene razón porque lo único que conoció fue ese tipo de personas de ciencia y de filosofía, apesadumbrados, con una carga en el corazón de la que sólo ellos pueden saber. Pero esta imagen es incompleta, y siempre lo será. La filosofía no tiene por qué ser aburrida, mucho menos carente de emoción; aún más, y lo más importante de todo: la filosofía no debe estar nunca desapegada del mundo. Porque también tenemos esta imagen mítica del filósofo que se desentiende de lo “mundano” y anda todo el tiempo a la deriva inmerso en sus pensamientos, como si el mundo valiera poco o nada, como si no fuese importante ni merecedor de atención. Pero esta imagen, como la anterior, también es incompleta, pues si bien existen esos casos (en algún momento así anduve yo también), no siempre es así y no debería ser así nunca. Un filósofo que se desentienda del mundo no sirve ya para la filosofía, porque habrá perdido de vista que el primer interés filosófico surge del ser humano, de la persona concreta de carne y hueso, y que al final de cualquier ruta filosófica, él seguirá siendo humano. ¿Y por qué estaría mal esto? Habría que añadir para ser precisos: al final, el filósofo seguirá siendo siempre un humano que ama la sabiduría. ¿No es genial? El Bien, la verdad, el ser no se encuentran nunca de manera aislada. El filósofo que se aísla corre el riesgo de perderse a sí mismo.


Una de las lecturas en las que he estado inmerso últimamente es La partícula divina de Leon Lederman y Dick Teresi. Debo admitir que a mí me cuesta mucho integrar humor en mi prosa, pero estos dos señores (el primero, físico experimental de partículas ganador del Premio Nobel de Física; el segundo, editor y escritor) logran incorporar en ese libro bromas y chistes que hacen que uno ría y esboce una sonrisa sin importar el lugar en el que esté leyendo. Además de lo exquisito que es el libro, un pasaje suyo sobre el quehacer del físico ilustra lo que quiero decir:


Los teóricos pueden ser personas cálidas, entusiastas, con quienes un experimentador ame conversar y aprender. He tenido la buena suerte de disfrutar de largas conversaciones con algunos de los teóricos más destacados de nuestros días […], de quienes aprender ha sido un placer y a quienes ha sido un gusto pellizcar. […] Hay teóricos con los que se puede disfrutar mucho menos; empaña su brillantez una curiosa inseguridad.[1]


Y podríamos decir algo similar sobre los filósofos. Creemos que la filosofía debe ser seria, árida y llena de libros escritos con una sintaxis y un lenguaje engorrosos. Pero no es esta una regla o una ley que tengamos que seguir. No todo en la vida es alegría y diversión, eso es seguro. Pero así mismo, no todo en la vida es gris y depresión, soledad y seriedad.


Es, pues, mi intención volver al deporte. Y en estas breves líneas quisiera invitar al lector a retornar a lo gracioso de la vida. También nosotros —los que parece que solamente leemos, pensamos y escribimos— podemos ser muy divertidos, atractivos, interesantes e intrépidos. Porque la gran aventura es la vida misma. ¡A la vida misma entonces! También los filósofos podemos hacer deporte, ejercitar nuestro cuerpo, gustar de una buena chela los fines de semana y de dulces con chamoy. También los intelectuales y los científicos saben bailar salsas, y a veces muy bien; disfrutan mojarse bajo la lluvia y saben divertirse con videojuegos y cáscaras de fut. No están peleadas esas cosas entre sí, ni estamos obligados a seguir un estereotipo absurdo y parcial. También hay humor y emoción en la filosofía cuando ésta se permite ser guiada sanamente por la vida y no intentar constreñirla, cuando verdaderamente es filosofía. Filos significa igualmente amistad; y así, el filósofo ha de aprender a hacerse, de nuevo, sin más ni más, amigo de la vida.


Referencias:


Lederman, Leon y Teresi, Dick. La partícula divina. Barcelona: Crítica, 2004.


Notas [1] Leon Lederman y Dick Teresi, La partícula divina (Barcelona: Crítica, 2004), pp. 33-34.


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