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Diarios de viaje: una introducción a la aventura y un alimento para la imaginación

Foto del escritor: Feluel HernándezFeluel Hernández

Recuerdo perfectamente la primera vez que leí como tal, un libro por completo. A los diez años es poco usual que un niño prefiera quedarse en casa o dentro del salón para leer, en vez de salir al patio o a la calle con los demás a jugar un rato. Mi razón era bastante buena, a decir verdad, pues para mi suerte, había encontrado algo nuevo en que centrar mi atención. Esculcando entre un viejo librero y varios libros de antologías traducidas de Reader’s Digest en mi casa, encontré dos volúmenes de lo que parecía ser un nuevo mundo para mí. Atrapado entre la portada, la extraña combinación de colores, elementos latinoamericanos y un niño moreno como protagonista, pude darme cuenta que me encontraba frente a un tesoro. Casi como si aquellos dos libros grandísimos (yo en aquel entonces estaba muy pequeño y los libros eran largos con el objetivo de que los niños pudieran leer mejor las letras) me hubiesen llamado. Me senté en el suelo de mi habitación y emprendí un viaje que no quería terminar por nada del mundo.

El libro de Un chavo valiente, la historia de Pablo Montero (2005), escrito por Silvia Paglietta, me atrapó por completo desde un inico. Se podría decir que este fue mi primer acercamiento a lo que se podía conocer como diario de viaje o libro de aventura. Recuerdo muy bien ―gracias a las cinco veces que he leído los dos tomos―, que la historia iba de un niño que después de haber crecido tiempo con su abuela, se envuelve en un viaje autónomo y de autodescubrimiento. Pablo Montero es quien narra sus propias aventuras cuando un día decide dejar todo lo que conoce atrás y así buscar aquello que había amado desde su primer día de existencia sin antes haberlo conocido: su madre. Con una foto suya, una carta escrita y las pocas referencias de su mamá, Pablo se avienta a la calle y recorre el país en busca de esta mítica figura que ni él había llegado a conocer bien.

Cuando terminé los dos volúmenes ―ese mismo día― que había en mi casa, me quedé queriendo más. No podía ignorar la extraña sensación que me habían causado esos bonches de hojas y pastas duras. No podía creer que un niño como yo, moreno y latinoamericano podía también ser protagonista de aventuras como las que solo veía en televisión. Conociendo gente, haciendo amigos y envolviéndose en problemas que llegaron a cambiarlo de ideas.

Aquellos dos libros despertaron mi curiosidad y así fue como llegué con otro de mis libros favoritos: El Principito (1943). Otra obra donde el protagonista narra sus aventuras como piloto y su choque en uno de los desiertos de África en donde, para su suerte, conoce a un extraño, poco usual y emblemático personaje: El Principito. Un niño proveniente del asteroide B612 quien se encuentra en busca de respuestas a varias interrogantes referentes al amor, las despedidas, el cambio y la amistad.

Desde ahí, las cosas fueron de subida. Una vez envuelto en la aventura y mi cerebro siendo alimentado con historias de fantasía que cada vez fortalecían mi imaginación, no quise parar para nada. Una vez que pasé a secundaria empecé con libros un poco más complejos a comparación con los que comencé. Libros que de igual manera hablaban de islas sin descubrir, tesoros, extraños seres, submarinos, criaturas inimaginables y que cada vez ayudaban a mi cabeza a no prestar tanta atención al mundo real.

Recuerdo bien entonces, que mi primer libro complejo fue de uno de mis escritores favoritos: Julio Verne. A esa edad podía considerarme un verniano, una vez que leí La vuelta al mundo en 80 días (1872), 20, 000 leguas de viaje submarino (1869), La isla misteriosa (1874) y Viaje al centro de la tierra (1862), pude darme cuenta que había muchos más libros que seguían la misma temática: extrovertidos protagonistas en busca de aventuras y pruebas científicas de lugares que se pensaban irreales. En su mayoría, científicos en busca de pruebas de estos lugares casi imaginarios, envueltos en mejoras mecánicas y estructuras que, para ese tiempo, se pensaban irreales. Verne, además de ser un visionario y grandioso escritor, fue uno de los principales escritores que juntó la aventura, la ciencia, los números y la fantasía en un mismo texto. Una de sus características es que él siempre trabajó con coordenadas, cifras y números, lo que hacía mucho más creíble sus historias. Tal vez, por eso, sus obras abrieron paso a un nuevo culto dedicado a comprobar si lo que él escribía era real, del cual, claro, yo llegué a formar parte. Aunque un niño de unos doce años no puede ir a embarcarse al mar Pacífico, lo que si podía hacer era imaginar todas las cosas que podrían ser reales si llegaba a convertirme en un aventurero como los protagonistas de sus libros. En parte, eso me llevó a interesarme por la ciencia, la geografía y los mapas que empezaron ―poco a poco― a llenar las paredes de mi habitación con rutas que yo mismo planeaba recorrer algún día.

Con Verne como escalón y palanca, seguí con otros autores y obras que completaron en gran parte las ideas y sueños que sigo teniendo hasta el día de hoy. Después de las aventuras vernianas, llegaron obras como La isla del tesoro (1883) y Los viajes de Gulliver (1726), otros textos donde los protagonistas se embarcaban en aventuras que envolvían un viaje peligroso, el mar y la creencia de que aquello que se prometía era real. La obra de Robert Louis Stevenson me ayudó a confirmar aquello que tanto anhelaba, si bien, había visto que los demás protagonistas eran personas grandes (a diferencia del libro de Montero), este tomó de una manera correcta el contar la historia desde la perspectiva de un niño que se enfrente a una aventura después de que un pirata muere en la posada de sus padres y este escondía el mapa hacia una isla en donde se escondía un maravilloso tesoro. Así, nuestro joven protagonista se embarca en una aventura con más personajes grandes quienes pelean contra una traición y levantamiento, mientras a su vez navegan en el mar para encontrar aquel tesoro del cual tanto se habla.

Por otro lado, Jonathan Swift, logra crear una obra que sea más bien una burla a los “relatos de viajes”. La sátira de Los viajes de Gulliver, es destinado principalmente a eso, a burlarse de la sociedad europea de aquellos años y sus famosísimos relatos de viaje, los cuales eran muy comunes en esa época. Aun así, este libro, a la par con los Verne, despertó a varios lectores la curiosidad de si las islas de las cuales se habla en estas y más obras pueden ser o no las mismas. Alimentando de esta forma más la imaginación de un colectivo creyente de las diversas aventuras que se ven plasmadas dentro de los diversos libros.

Si bien, ninguno de los libros antes mencionados entra de forma directa en el género de “diario de viaje”, si sigue con la temática que estos plantean y defienden. A lo que esto se refiere es al hecho de respaldarse en una estructura que construye una idea de lo real dentro de cada una de las obras. Debido a que aún con factores o elementos fantasiosos, las obras se respaldan en el hecho de que siguen una forma conocida ya, que crea esa sensación de que los diarios de viajes son reales, sin importar si son ficción o no. Esto se debe a que cada una de las obras mencionadas tratan de aventuras, viajes y descripciones de los lugares visitados.

Con una introducción así, mi amor por la aventura y mi interés por este tipo de aventuras creció. Una forma en la que la literatura pudo alimentar mi imaginación, soñando con tal vez algún día realizar un viaje como estos o poder encontrarme frente a enigmáticos personajes. Una clave fundamental para el desarrollo de un niño, pues si este no puede tener ni agrandar su imaginación ¿qué le queda? Esta parte es esencial en el crecimiento, el poder avivar la flama de la aventura, la imaginación y el creer que hay cosas que parecen imposibles y aun así pueden ser reales. Entre párrafos y líneas, libros y portadas, las cosas se tornan interesantes y dan esa energía para seguir creyendo.

Porque a veces no solo es tarea de los niños el imaginar, sino también es trabajo de los adultos seguir alimentando esa parte en todos. Con historias que hablan de bestias, submarinos, otros mundos, aventuras, islas por descubrir y tesoros enterrados, es bueno recordar que a veces se necesitan un poco los sueños. Porque la vida no solo es trabajo y escuela, sino que, existe un mundo completamente nuevo allá afuera con más cosas que descubrir. Ese es nuestro trabajo al parecer. Alimentar la aventura, hacer crecer la imaginación y seguir creyendo. ¿Qué más se puede hacer? Se aprende de los niños, se aprende a vivir en un mundo así.



Referencias:

Paglietta, S. (2005). Un chavo valiente. Editorial Denis Dolfi.

Saint-Exupéry, A. (1943). El principito. Editorial Reynal & Hitchcock.

Stevenson, R. (1883). La isla del tesoro. Editorial Fontana.

Swift, J. (1726). Los viajes de Gulliver. Editorial Benjamin Motte.

Verne, J. (1872). La vuelta al mundo en 80 días. Editorial Hetzel.

Verne, J. (1869). 20, 000 leguas de viaje submarino. Editorial Hetzel.

Verne, J. (1874). La isla misteriosa. Editorial Hetzel.

Verne, J. (1862). Viaje al centro de la tierra. Editorial Hetzel

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