Hay un poema de Mario Benedetti que leí cuando tenía unos dieciséis años y va así:
Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana no existía.
Luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era un océano
la muerte solamente
una palabra
ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en los cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros.
Ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser la nuestra.[1]
Creo que Mario, no experimentó la muerte a temprana edad, y lo supongo porque desde que menciona los treinta años es cuando ve a la muerte todavía como algo lejano, que todavía no se ha vuelto la realidad, su realidad.
A mis apenas veinticinco años, puedo decir que he experimentado de cerca la muerte, la muerte de los otros, de mi abuelo quiero decir.
La vida nos ofrece a todos la misma perspectiva, pero en la muerte, encontramos diferentes aristas: desde la negación hasta la ira o el enojo, desde la melancolía hasta la tristeza.
Como diría Wislawa Szymborska, la memoria como moneda de cambio es algo muy volátil. Pero mientras alguien viva, mientras alguien recuerde: la persona no se ha ido aún. Al menos nos queda su recuerdo.
Entiendo que desde la posición en la que escribo a veces -o tal vez en muchas ocasiones-, a la mayoría de la gente le parecerá privilegiada, alejada de una realidad común y hasta algunas veces ingenua, pero es cierto que hasta que lo vives de primera mano es cuando reflexionas a tal punto de cuestionarte si no has vivido encerrada todos estos años en una burbuja, quizá creada con buenas intenciones, pero aun así una burbuja hecha de sobreprotección y con gafas color rosa, que alteran tu propia realidad y no te permiten ver más allá.
Hace poco, tuve la desgracia de toparme con una realidad dura y muy antipática: el sistema de salud. Mi abuelo tuvo la fortuna de vivir los últimos días de su existencia en su casa, rodeado de familia y recibiendo cuidados que resultaban menos fríos y hechos con todo el amor que se le podía ofrecer. Aun cuando su final estaba cerca, puede decirse que se fue en paz, acogido por su familia, recibiendo cariño y cuidados que nadie más le hubiera podido dar.
Por eso cuando me tocó ir a ver a mi abuela al hospital, más en específico a la clínica 27 de la Ciudad de México, me di cuenta de que la vocación es algo necesario y fundamental para mantener a flote no sólo una carrera, sino una profesión.
Y es que, si vemos de cerca, tanto las enfermeras como los doctores y hasta los policías, han sido educados con el viejo -y aun así tan usado-, sistema de creencias que el que no tranza no avanza. Al menos les admiro el ingenio literario.
Lo que no admiro es la poca empatía, la facilidad con la que te pueden decir que te quedan días o meses de vida y sigan como si nada. Es fácil perder el tacto cuando has visto este caso una y otra vez, lo difícil es preguntarte al final de tu jornada laboral si realmente estás ahí por las prestaciones o porque servir a los demás es tu vocación.
Creo que llevo pensando esto desde hace un tiempo, mucho antes de que mi abuelo ya no estuviera conmigo, cuando el médico familiar que teníamos, llamado Felipe, murió y no contábamos con un respaldo de alguien más que pudiera atendernos. Se podría decir que fue una crisis médica que nos rondaba, porque él desde que tengo memoria nos atendía a todos en mi familia, fue quien me recetó algo para mis dolores de estómago, de cabeza y cuidaba que todos estuviéramos lo más sanos posibles. Recuerdo haber visitado su consultorio unas cuantas veces, estaba cerca de mi casa y siempre podía ver a su mente trabajando mientras le ibas explicando tus síntomas, así como así, nos daba un diagnóstico que siempre era certero, y cuando no sabía de algo, nos pasaba el número de algún especialista. Y qué decir del precio de la consulta, nunca varió mucho desde los años que yo empecé a ir, obviamente a veces le dábamos más porque entendíamos que el dinero es necesario.
Pero dejemos algo en claro: cuando estás al final de tu vida y no queda mucho por hacer, el dinero no es algo que nos vaya a respaldar.
Cuando él ya no estaba, encontramos a otro doctor, en una farmacia de similares, empezó cobrando veinte pesos la consulta, atinada, por supuesto, eso lo mostraba las filas de gente que había afuera del consultorio. Con el tiempo fue subiendo: treinta, cuarenta, cincuenta… No sé en qué momento llegó a costar doscientos pesos la consulta y hasta el día de hoy sigue incrementando el precio. Sigue siendo igual de bueno, porque todavía hay gente que lo va a ver, pero ya no va toda la gente.
Lo que aprendí en mis clases de ética, fue que en el momento que prestabas juramento tenías una responsabilidad con los pacientes que están a tu cargo. Hipócrates fue el primero en hacer este juramento y hasta el día de hoy creo que es el único juramento que conocemos hoy en día y aunque varía de versión a versión me quedo con esto: “Respetaré a mi maestro de medicina tanto como a los autores de mis días, compartiré con él mis bienes y, si es preciso, atenderé a sus necesidades; consideraré a sus hijos como hermanos y, si desean aprender la medicina, se las enseñaré gratis y sin compromiso.”[2]
Entiendo que el valor del trabajo entendido como ingreso monetario es importante, pero al ser millones de personas sabemos a ciencia cierta que una sola realidad nos espera; el océano profundo y oscuro, así como la muerte misma de la que nos habla Benedetti en su poema. Este escrito no tiene la finalidad de buscar una gratuidad en el servicio médico, al contrario, durante el COVID, fue la primera línea de defensa, pero hay que entender también que no es un favor el que nos están haciendo los doctores y doctoras del Seguro Social, al momento de tomar juramento y al momento de éste volverse un servicio, lo mínimo que esperas debería de ser un trato justo, eficiente y en la medida de lo posible, lo más humanizante posible. Porque al encontrarnos con la realidad de lo que es el sistema de salud yo, al menos, me he topado con baños en pésimas condiciones, falta de camas nuevas, habitaciones con poca o nada de luz.
Pero eso sí, con cientos de personas enfermas cubriendo cada habitación: desde los de mediana edad hasta los que llegan a la cuarta edad -en el caso de mi abuela que tiene ochenta y dos años-, personas con daño en los pulmones, personas que necesitan una sonda para poder expulsar líquido, personas que necesitan nebulizadores, con suero, con hambre, con gente que lo único que quiere es despertar y que le deje de doler el cuerpo, con gente…
Salí de ahí preguntándome si todas las personas que veía sanas en el supermercado el día de mañana no estarían tirados en un hospital, con dolor en el cuerpo o un malestar capaz de nublar tu mente y no permitirte pensar en otra cosa más que deje de doler.
Y eso pensé cuando salí de aquel hospital, donde las ventanas son opacas, los residentes son todo menos amables y los enfermos se siguen acumulando detrás de números de citas o en los asientos de urgencias, esperando quizá una camilla o el fin de sus vidas.
No entiendo en qué momento la vida de alguien deja de perder el valor para los otros, entiendo que no puedes ser empático con todos los que te rodean, pero sí puedes ejercer tu profesión lo más que debas.
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