Hace tres semanas te dije por primera vez que ya no me apetecía verte más. El mismo día que mis pies se hundieron en el pavimento, tragándome hasta los tobillos y frenando mi cuerpo de correr detrás de ti. Tres semanas desde que el viento había hurtado mis palabras, lo cual explicaba por qué no lograste escucharme cuando te dije que nos extrañaba. El mismo tiempo que me llevó descubrir que no era un acto de celos de su parte y a entender que las estivales ráfagas de aire que recorrían la ciudad esa noche no hacían nada más que su trabajo. Tal vez otra persona las necesita más que yo ―llegué a pensar en su momento―; tal vez por eso no perdieron la oportunidad de escapar a toda prisa de mi garganta en cuanto pudieron.
Desde entonces no puedo alejar de mi cabeza todas las cosas que te debí de decir antes de borrarte de mi memoria. De cuánto te iba a echar de menos y cuán grandes eran mis ganas de pedirte que no me abandonaras, aun cuando fui yo quien quiso alejarte. De que me dolía el alma al pedirte que me dejaras, pero que aun así parecía ser lo mejor para mí. Que no te llevaras al petirrojo que vivía dentro del viejo reloj de mi abuela colgado sobre el comedor y que me protegieras del sofá de la sala que nunca perdía la oportunidad de intentar devorarme cada vez que bajaba la guardia. Pero no, esa noche no logré expresarte nada. Me volví tú. Por fin lo entendí. Entendía por qué nunca me dijiste cuando el miedo te llegaba a consumir por completo o cuándo fue que te diste cuenta de que me dejaste de querer. Comprendí por qué nunca viste los peces que marchaban en el cielo cuando el sol pintaba de dorado nuestro parque favorito antes de ser devorado por las casas de la colonia; o la vez que no encontraste una buena respuesta ―o mentira― a cuando te pregunté sin previo aviso que dónde se consigue más amor cuando ya no queda nada.
Lo único que logró escapar de mi cuerpo esa vez fue el mar que con tanto esfuerzo había mantenido preso en mi cabeza. Recuerdo que te salpiqué, pero aun así ignoraste ver el agua salada fugándose por mis párpados y formando profundos charcos a tus pies. Los mismos charcos que inundaban tu departamento los domingos por la tarde cuando los pedazos de hilo color oro entraban por la ventana de la cocina, rayando todo el suelo como un niño con crayolas. Esas tardes de desasosiego en donde yo me desarmaba pieza por pieza enfrente tuyo para que preguntaras si me encontraba bien, pero preferías pasar el rato alimentando a las ruidosas cigarras que te seguían a todos lados. Esos odiosos insectos que te cubrían de pies a cabeza cada que estabas conmigo. Que te alejaban y enterraban tu voz debajo de su estridulo. Días en donde encontraba un lugar seguro dentro del cuarto del baño y me cobijaba con el agua que escupía la regadera en donde divisaba manchas pálidas en los azulejos que rodeaban el retrete y que se asemejaban a elefantes bailando al son de la marimba. Tardes donde optaba por hacerle compañía a los peces de algodón que cruzaban por afuera de la ventana de la ducha.
Siempre quise ser sargento, pero me tocó ser escritor. A lo mejor, si las cosas hubiesen salido de diferente manera, me hubiera animado a preguntarles a aquellos animalitos hacia donde se dirigían, pero nunca reuní las fuerzas necesarias para hacerlo. O tal vez nunca quise. Ese era un problema constante conmigo. Nunca quería hacer cosas que necesitaba hacer. Nunca tiré aquel maldito sofá de la sala, tampoco le di de comer al petirrojo del reloj de mi abuela y nunca te mencioné lo mal que me hacías sentir cuando ignorabas las gruesas raíces que me crecían por las noches. Aquellas que rodeaban mi cuerpo, sujetándolo con firmeza a la cama. Esas mismas ramas que me asfixiaban y mataban cada día un poco más.
Lo más probable es que como sargento, los peces habrían tenido la obligación de decirme cuál era su paradero, o hasta incluso las raíces que intentaban ahogarme hubiesen terminado por acatar mis órdenes. Solo así se hubieran quedado para acompañarme a hacerte frente, para ir a la guerra, para levantarme o reconfortarme cuando tu acabaste por dispararme en el pecho al instante que comentaste que nunca habías entendido el amor a mi lado. Que no comprendías lo que yo hacía y que no tenías ni la más remota intención de regresarme aquello que perdí contigo.
Nunca pudiste agarrar el hilo de mi persona, eso era seguro. Asentías a cada absurda pregunta o reclamo que salía de mi boca. No me cuestionabas ni peleabas, a lo mejor no te importaba lo suficiente para hacerlo. Tampoco me decías lo mucho que odiabas que hablara de los peces en el cielo o de los elefantes que bailaban en nuestro baño. De que estabas harto del mismo almuerzo todos los sábados o que te quemaban los besos y abrazos que te regalaba.
Las dudas nunca se fueron. Incluso después de que desapareciste. Y, a decir verdad, temo que no se vayan jamás. De que sigan conmigo hasta que no logre abandonarlas en alguna estación del metro a las cinco de la mañana, así como cuando me di cuenta de que nunca me llegaste a querer tanto como yo a ti. ¿Por qué no? Y, ¿por qué sí? No me preocupé y preferí hacerte caso. Ignoré las señales y los carteles. Yo fui quien decidió querernos por los dos y al mismo tiempo centrar mi atención en encontrar un trabajo bien pagado, de escribir un poco y leer un buen rato. En ahorrar, comer, caminar y no olvidar respirar. En ignorar, ceder y aprender a como callar los gritos que arrancaba de mi piel. Hice todo lo que me pediste y aun así no fue suficiente para ti. Me coloreaste de tonos grises porque mencionabas que mis tonos pastel te distraían a menudo. Dejé que desprendieras partes de mí y ni siquiera me quejé cuando me quitaste las canciones y películas que tanto guardaba con recelo. Pasé mi vida dándote regalos que no te pertenecían y palabras que a penas alcanzabas a diferenciar de entre el ruido de la ciudad.
Ahora es muy tarde para lamentarme porque ya no puedo encontrarte en ningún lugar. De hecho, desde que te dije que te odio tampoco logro encontrarme a mí por ninguna parte. Desde entonces los peces tampoco se han dignado en visitarme, ya no se atreven a pasar por la ventana del baño y ni siquiera se asoman cuando camino por el parque. Quiero pensar que se han marchado sin despedirse, tarde o temprano todos llegan a hacerlo en algún punto de mi vida. Lo que sí, es que nunca llegué a creer que te los robaste, confío en la idea de que sabías cuan importantes eran para mí.
Ahora no solo extraño una idea que tenía de ti, sino también extraño el ruidoso desfile de los peces cada que veo la puesta del sol en el parque. Extraño mis canciones y películas; mis tardes de verano y lugares que parecen ya no existir. Extraño los pedazos faltantes de mi corazón y sobre todo extraño la persona que solía aparecer frente a mí en el espejo. Me extraño a mí mucho antes que a ti. Extraño extrañarte, pero cada día un poco menos. Ahora solo me queda inventarme las respuestas a preguntas tontas que no me dejan descansar, tales dudas como si alguna vez me amaste de verdad, si realmente me extrañas tanto como yo a ti, o cuestionamientos más simples como a dónde van los peces cuando marchan.
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