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El Diablo de Zacatecas

Foto del escritor: Beatriz AlvaradoBeatriz Alvarado

Cuando la noche acaecía, del ceño fruncido en el suelo rojo nació el Diablo. Niño piel de tierra de suave cabello chino y coraza de fuerza guerrera —para enfrentarse al mundo ardiente—. Sus pies y manos nunca serían más suaves que en el momento de su salida al mundo y, aun así, no las sintió. El feliz llanto de su madre pronto fue arrebatado por el grito del ferrocarril de Cañitas de Felipe Pescador, así el nombre completo que nunca olvidaría, el nombre del último lugar que vio a su padre, el nombre del lugar donde comenzó todo.


El canto para la labor terminaba y El Diablo, que nunca fue niño, dejaba el seno materno para abrazar la lana de las borregas que algún día serían el menudo en la mesa de Don Francisco Gallástegui —persignado patrón — su mujer, sus hijas de blanco y sus herederos. José Menchaca le enseñó a trasquilar, se lo llevaba a la Honda (la hacienda de junto) para que aprendiera desde arrear a las borregas y trasquilar con las nuevas máquinas jaladas por malacate de sangre, hasta llevar la lana fina a la limpieza y quitarles las uñas que quedaban. Menchaca llegó a trasquilar 196 animales en un día, era bueno en su trabajo, enseñaba lo que sabía y los críos lo seguían, tenía más autoridad que el capataz y por eso lo desaparecieron; ese fue el segundo abandono al Diablo, el tercero sería la muerte de su madre mientras recogían la flor de mayo, el Diablo quedó solo.


Francisco Gallastegui junior se convirtió en dueño de la hacienda tras la muerte de su padre en 1894. Viajó desde San Sebastián, España, para apreciar el botín que no compartiría con sus hermanos por el momento, por más que quisiera, la mayoría eran menores de edad. Anunció la noticia y mandó a que se hicieran los rosarios, ahí conoció a el Diablo. Se encariñó con el niño —parecía de doce, aunque tenía siete—, era moreno y malhumorado, le vio potencial de capataz. Lo comenzó a jalar de asistente, lo llevó a estudiar y lo puso en cuidado de doña Margarita tras la muerte de su madre. El Diablo conoció la ciudad y las haciendas, aprendió a leer, escribir y montar a caballo para los coleaderos. Apreciaba bastante a su patrón, se consideraba bendecido, reconoció ser un indio y un solitario, apreció su fuerza y no permitió que la soledad lo abrumara, no la necesitaba porque tenía trabajo qué hacer.


Muchas veces el Diablo entró a la casa grande cuando doña Margarita y su hija Delfina trabajaban ahí. Ellas le procuraban un yerbaníz y un tamal después de la labor, a cambio, él iba al ojo de agua de San Isidro Labrador antes de que sonaran los gallos, caminaba toda la terracería sin tirar ni una gota, y les dejaba las jícaras ya servidas de agua dulce. Las manos de doña Margarita bañadas en nijayote fueron lo más parecido al amor maternal que tendría el Diablo en su juventud; Delfina fue lo más parecido a una hermana pequeña, habladora y presumida.


Uno de los recuerdos que se tienen del Diablo es de cuando vio a las princesas de porcelana con sus rizos y grandes sombreros, no paró de hablar de ellas, eran algo que nunca había visto, hasta se sintió feliz de haberse perdido en los salones de la casa grande. Lástima que terminaría en chicotazos. El Diablo entendió su lugar y no hubo retorno, se volvió casi mudo y el ceño hundió su sonrisa. Desde ese momento se dedicó a trabajar duro con la esperanza de irse a El Fuerte de la Purísima, una hacienda perteneciente a otra familia que sí pagaba en monedas (o eso creían), se llevaría a doña Margarita y a Delfina, quizá hasta irían a la ciudad. Pasó el tiempo y nada cambió, para la peonada solo había presente.


¡Danos el sustento! ¡Danos tu divina gracia, y socórrenos, oh, señor, en el trabajo del día!  De nuevo los cantos matutinos elevados por el viento frío anunciaban la llegada de los peones acasillados, porque ellos podrían no tener voz, pero Dios hablaba por ellos. El administrador llamó a El Diablo a su oficina, ya por ese entonces tendría unos 20 años y el respeto de sus semejantes. — Tendremos una fiesta, Diablo. Necesito que lleves al Señor Cura unas borregas de las gordas porque son para la fiesta de nuestro Señor, la fiesta se hará en Boca de San Juan—, el administrador confiaba en El Diablo, aunque no le podía ver a la cara, siempre obediente y eficaz. Como siempre, recibió un “ei” seco y el azote de la puerta.


El cura Don Basilio, por otro lado, no soportaba la idea de que El Diablo no usara su nombre de pila o que no se fuera a confesar poniendo de pretexto su siempre burlona frase “que confiesen los que quieren ir al cielo, yo ya no llegué”. Al principio, Don Basilio intentó llevar a El Diablo a estudiar para cura, que se quedara en su lugar, pero fue imposible, su carácter rebelde y terco no podía ser controlado ni siquiera con todas las marcas de su cuerpo. Ya fuera por lástima o estima, ese niño ahora hombre era intocable en Santa Catarina y sus alrededores. Las borregas fueron entregadas listas para la preparación de la birria, la peonada no tendría carne, pero habría aguamiel y tamales. Mientras fuera para iglesia, todos tendrían fiesta y el 12 de junio no sería diferente, se consagraría el Sacratísimo Corazón de Jesús en 1908 y nada lo evitaría.


Las fiestas en las haciendas de los Gallástegui eran esperadas por toda la región, llegaban personas de Chihuahua, Durango y Sonora, de la Ciudad de México y de los pueblos aledaños. Los telegramas y las llamadas telefónicas confirmaban la asistencia de las élites, acompañadas por los sirvientes y criados para atenderles, cumplir sus comandas. Si bien el evento principal sería en Boca de San Juan, los festejos se llevarían a cabo en Santa Catarina pues tenía un lienzo charro de mayores dimensiones; además, la música de bandas ambientaría el día y para los bailes dentro de la casa grande habría fonógrafos e instrumentos de viento.


Para El Diablo todas las fiestas era un desperdicio de tiempo y dinero, una vil ocasión para hacer negocios, así como para ofrecer a las hijas de los hacendados al mejor postor, esta fiesta en específico convendría más a la iglesia por las limosnas que darían los criados y peones, del diezmo de los señores ni se hablaba porque era algo del diario. Al día siguiente de la fiesta, todos trabajarían cansados y borrachos porque los sábados no se descansaba. El Diablo además estaría cerca de los patrones asegurándose de que todo saliera de la forma deseada, porque a pesar de que tenían confianza en el sistema que llevaban décadas construyendo y se decían a sí mismos que los peones no se atreverían a afectarlos, existía un temor distante de que algo se rompiera; por ello depositaban su seguridad en manos del leal Diablo.


La fiesta fue el pretexto para irse, El Diablo tuvo que huir solo. Ni Doña Margarita ni Delfina quisieron acompañarlo por las represalias, le prepararon su reliquia, todo acabó con una bendición. El Diablo llegó al ferrocarril de Cañitas de Felipe Pescador listo para su nueva vida, buscaría suerte en la capital, ahí podría buscar a Paz, hija de Joaquín Gallástegui y la única que prefirió la bondad a la riqueza, la única que le tendería una mano.


Mientras se dirigía a Chicalote, El Diablo pensaba si había tomado la decisión correcta, a final de cuentas, la única familia y el único mundo que conocía se encontraba en Santa Catarina. Recordando la plática de los señores Gallástegui, algo ocurría más allá de sus fronteras, México estaba cambiando y no les convenía, querían evitar a toda costa hacer caso al gobernador de Zacatecas, no respetaban la división de los Municipios y habían monopolizado la zona; quizá El Diablo era un peón, pero podría modificar la vida de sus vecinos y de su familia. Los Gallástegui educaron a El Diablo para mandar y organizar a los demás peones, confiaban en que lo obedecerían, sin embargo, nunca pensaron que eso significaría la caída del negocio que les dio renombre, la explotación. 


La decisión de escapar fue repentina. La de tomar el dinero para la coleadera y pedir la bendición del padre para cambiar su futuro, fue un sueño hecho realidad. Al abrir los ojos, El Diablo ya estaba en el ferrocarril central llegando a la Ciudad de México, se había dormido todo el camino, más de diez horas de sueño recuperaron el descanso de toda su juventud. Una vez en la estación y sin importar la grandeza de la ciudad, El Diablo solo pensó en encontrar a Paz. Sacó una de las cartas que habían intercambiado donde estaba escrita la dirección, solo tenía que llegar de la estación del tren de Buenavista a la de Santiago Galas para encontrar El cuartelito; tantos nombres lo confundían, pero se encontró con que los habitantes de la ciudad estaban decididos a darle indicaciones a cambio de unas monedas, así logró llegar.


Una vez en El cuartelito, se percató de que ese no era un lugar digno para Paz. La gente lo miraba con desdén, sabían que no pertenecía ahí, hasta él tenía una figura más pulcra que aquellos que estaban a su alrededor. Preguntó por Paz y le dijeron que buscara en Indianilla, que podía tomar el tranvía de Niño perdido o caminar con la posibilidad de ser asaltado. Fue una mujer mayor quien le daría la dirección, de igual forma le advirtió que ya no estaba ahí, que se había regresado con su familia ese mismo día. El Diablo seguía siendo él mismo, con su rostro enojado y su andar pesado, se distinguía de los citadinos, no era común ver a una persona así por aquellas calles obreras. 


Por fin había llegado, la dirección lo llevó a una Escuela amiga de la obrera, o eso decía en la entrada. En efecto, Paz ya no estaba, pero una de sus amigas, María Medina, sabía quién era El Diablo por las historias que Paz le contaba de su hacienda. María era la representación de la ciudad, bromista y coqueta, se fundía con las calles y no se sabía que era trabajadora hasta que ella lo anunciaba; era maestra de la escuela y gran amiga de Paz, también estaba involucrada en algunas revueltas dentro de las textileras de los Noriega en San Antonio Abad y formaba parte del Partido Liberal de los Flores Magón. María era una persona espectacular y su sonrisa revivió la felicidad de El Diablo.


Cuando Paz llegó a Santa Catarina, quiso buscar a El Diablo, contarle de su cariño secreto por él e invitarlo a irse juntos, pero solamente recibió una bofetada por uno de sus hermanos sabiendo que ella había tenido contacto con él y con la sospecha de que lo había dejado escapar. Nada evitó que la fiesta del Corazón de Jesús se llevara a cabo, lo único que afectó a los Gallástegui fue la traición y el abandono de ese niño huérfano que habían adoptado como un ahijado lejano de la familia. Unos meses después Paz recibió una carta, María y El Diablo se habían casado, vivían en El cuartelito en un cuarto que habían rentado con el dinero tomado de la coleadera, ambos trabajaban y El Diablo ya destacaba entre los ferrocarrileros por su esmero en hacer bien las cosas.


El corazón de paz se rompió, ya solo había dolor dentro de ella y cegada por el sufrimiento avisó a sus hermanos que buscaban justicia por lo robado, transformaron la tristeza en rabia: se puso una orden de aprehensión en su nombre, si pisaba Zacatecas seguro lo encarcelaban. 


El Diablo, ignorante de todo lo relacionado a su pasado, vivía una buena vida, pero quería volver por doña Margarita y Delfina. La ciudad y María instruyeron a El Diablo en cuestión de política, conoció sobre las injusticias que se daban en todo el país y no solo en Santa Catarina, se enteró de la existencia de un tal Madero en el que no confiaba por ser de familia de hacendados. Poco a poco en su mente se iluminaba con más fuerza la idea de acabar con todo, con la falsa imagen de los Gallástegui ante sus peones y el control que tenía el padre Basilio sobre la población, tenía que volver. María se quedaría, pero confiaba en que volverían a estar juntos vivos o muertos, pero juntos y cuando eso pasara, México sería otro.


Llegando a Sombrerete El Diablo vio a lo lejos a un viejo conocido, Pánfilo Natera, un campesino de Nieves que conocía desde chico. Se acercó a él pasando la muchedumbre, saludándolo con un fuerte abrazo Natera le dijo —¡Mi diablo! En verdad que no tienes madre, ahora sí te van a matar, más por endulzar a la Paz que por ratero, si ya todos nos enteramos— El Diablo apenado no tuvo oportunidad de pronunciar palabra, de pronto Natera ya le estaba presentando a sus "compañeros de lucha" que si Luis Moya o Alfonso Medina; esos nombres le sonaban, eran ricos de la zona, de Sombrerete y de Río Grande, no sabía si confiar, pero Natera tenía buen juicio, así que se presentó. —Con que tú eres el mismísimo Diablo, sin querer comenzaste una revolución, ahora te tocará acabar con ella— le dijo Alfonso Medina, —Yo no comencé nada, no me achaquen sus males, eso sí, vengo a hacerme de mi tierra para traer a mi María y hacer familia— contestó El Diablo. Al final apalabraron un plan para tomar Catarina, Medina ocupaba el apoyo de El Diablo por ser quien mejor conocía la zona, se decidieron por primero tomar el ojo de agua de San Isidro y la estación del ferrocarril de Cañitas para controlar los camiones y los suministros de la hacienda; aunque ambos pensaban que era inevitable la caída y que la repartición llegaría pronto. 


Ya habían pasado varios años desde que Madero hizo su llamado, ya ni vivo estaba y seguía acelerando a las masas. La promesa de cambio no llegaba, así que Natera tomó las tierras de los Gallástegui, cuando estos vieron a El Diablo llegar y exigir apoyo para la Revolución se les revolvió el estómago —¿Cómo te atreves a regresar jodido diablo?, ¿si sabes que ni Delfina ni Margarita siguen con vida? Tú las mataste, te defendieron con su vida y ahora vienes a humillarte más, ¡Dios no te ve, estás solo! — le gritó Enrique Gallástegui, de los únicos que no huyeron a España en 1910. Natera lo calló con un golpe, le dijo que no le estaban preguntando y que ya no lo querían ver por ahí, que ahora esa zona le pertenecía al movimiento y que si quería hablar tendría que buscar a Medina porque Moya lo iba a fusilar en cuanto lo viera. 


Parecía que todo mejoraba, pero el silencio ya se sentía muy pesado. Medina comenzó con la repartición en 1918, no se esperó a que le dieran permiso, de un día a otro Rio Grande era un municipio bien consumado con sus colonias delimitadas, lo que fue San Isidro ya no sería una ranchería, pero Sombrerete aún no se dejaba. Tanto Enrique Gallástegui como Jesús María Ramírez, último administrador de la hacienda de Santa Catarina, no permitían que se vendieran las tierras. Alfonso Medina había logrado ser gobernador de Zacatecas en 1928, ni a El Diablo ni a Natera los tomaron en cuenta para esos cargos, quizá por su origen o por su carácter explosivo. La famosa democracia no llegó a tierras rojas, a Medina lo quitaron del puesto y El Diablo vio como el padre Basilio le pedía a la gente no comprar tierras de más y no apoyar a la revolución porque era un movimiento del demonio, que todo el gobierno estaba en contra de Dios y de la verdadera religión, así evitaba que la repartición se diera como debía. La guerra de los padrecitos contra el gobierno terminó fulminantemente, pero la iglesia no dejaba de ser influyente, así en Sombrerete como en Valparaíso, como en todo el país.


El Diablo ya estaba cansado de tantas cosas, logró encontrarse con María en la ciudad de Zacatecas y se la llevó a dónde comenzarían su nueva vida, se asentaron en San Isidro. Solamente lograron tener una hija que era la reencarnación de El Diablo, con carácter feroz y llena de lodo por jugar en la tierra. El Diablo continuaba siendo líder de la zona, se encargaba de defender y de impartir cierta justicia aprovechando el respeto que se le tenía.


Tiempo después regresarían los Gallástegui para una última venganza. Enrique Gallástegui contrató a un tal Pablo Márquez para asesinar a El Diablo. Márquez aprovechó una reunión que se encontraba en la estación de Cañitas para dispararle a El Diablo de lejos y no ser atrapado; sin embargo, el miedo lo llevó a confundirlo y a dispararle repetidas veces a Alfonso Medina. El 24 de diciembre de 1934 moriría el gran revolucionario y El Diablo saldría ileso, hizo justicia por su amigo y se despidió diciendo —Si no hubiera sido indio, hubiera sido gobernador y si tú no hubieras sido bravo, no tuviéramos nación— El Diablo se despidió sabiendo que nada había sido en vano, su María lo esperaba en la casa, sus vecinos tenían un hogar y trabajaban para sí mismos. Finalmente, El Diablo continuó siendo diablo y México siguió siendo un lugar para todos menos para los pobres.

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