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El Exorcista: los terrores de la mente

Foto del escritor: Sergio SantivalSergio Santival

Actualizado: 2 dic 2022

La historia la conocemos todos: alguien parece estar poseído por algo, alguien más intenta desentrañar qué ha ocurrido y, en caso de ser necesario, se practica un exorcismo: se saca ese algo de aquel alguien. Tal es el arco común y típico de muchas películas cuya historia es una «historia de terror». Tal es el caso, también, de El exorcista (1973), dirigida por William Friedkin. Sin embargo, este filme de terror, a veces considerado un clásico del género, tiene aún una otra trama subterránea, distinta del arco único de posesión-investigación-conclusión.


No es mi intención aquí hacer un análisis de la película, sino tan sólo compartir algunos puntos que, me parece, pueden ayudarnos a hacer una posible lectura de El Exorcista que salga de la que quizá a primera vista podríamos hacer. Y es que si bien podemos decir que la trama de El Exorcista gira principalmente en torno a Reagan y el conflicto que sufre con entidades de otros planos, paralelo a ello ocurre el conflicto interior del padre Karras, un sacerdote que se encarga de abordar el caso de la protagonista. La cuestión aquí, sin embargo, es que la problemática interior del padre Karras se halla en el plano de la psique: no visita a su madre, y un día encuentra que la han llevado a una clínica psiquiátrica; posteriormente, una culpa por dejarla allí embargará al sacerdote, hasta llevarlo al final que todos conocemos.


El conflicto del padre Karras es paralelo al conflicto de Reagan. La escena del sueño del sacerdote, aquí, es crucial y una de las que pueden producir un terror peculiar en el filme, pues lo que allí se señala es la desolación a la que puede llegar la mente humana. Pero no una desolación que pueda ser atrapada bajo moldes clínicos que definan tal o cual padecimiento y su cura y/o tratamiento, sino al contrario: una desolación que produce dudas, muchas dudas, ora de la realidad, ora de nosotros mismos, de lo que somos, de lo que hay dentro de nosotros, de la potencia de nuestra mente. El conflicto aquí es psicológico, y nos hace preguntarnos también qué ocurre en el resquicio que hay abierto ya siempre entre nuestra mente y el así llamado mundo externo. Paralelo al terror que encontramos en la historia de Reagan, hallamos el terror en la historia del padre Karras propiciado por la incertidumbre que le ocasiona la condición de su madre: no saber qué ocurre dentro de la mente de su madre y haberla abandonado allí (sin mencionar el conflicto de fe que derivado de ello surge en el sacerdote).



En otra ocasión hemos hablado ya de la locura (La Memoria Errante le dedicó un número entero al tema), y aquí la traemos nuevamente a colación, aunque desde una perspectiva distinta de la que abordamos en el texto que escribimos en aquella ocasión. ¿Qué es la locura? ¿Por qué le hemos colocado una etiqueta que la condena al ámbito de las patologías y que en ocasiones nos causa temor? ¿Cómo sabemos que los locos no son los cuerdos, y los cuerdos los locos? Pero aún más: ¿por qué le tememos a nuestra propia psique, a nuestra propia mente? El sentimiento de lo sublime, en Kant, por ejemplo, nacía precisamente de allí: ese sentimiento de inferioridad y fragilidad disparado por la inmensidad, la vastedad y el desborde titánicos que nos abrazan cuando nos percatamos de lo que la razón es capaz de representar; precisamente allí se hallaba también el horror. El terror que siente el padre Karras no es tanto por la condición clínica de su madre cuanto por el solitario desierto blanco en el que la mente de ésta quizá se encuentre. En el sueño, Karras le grita a su madre, trata de alcanzarla, pero no hay sonido: puro silencio; y su madre se pierde en una oscura entrada al subterráneo, lejos de donde se encuentra el sacerdote, y aún más: en otro nivel. Karras se encuentra a nivel del piso, su madre precisamente profundiza en él, se sumerge en él y se adentra en una profundidad desconocida.


Esta lectura de El Exorcista, creo, podría advertir que el terror puede venir también desde nuestros adentros y no necesariamente desde algo exterior a nosotros; que el terror puede originarse a causa de las capacidades de nuestras propias facultades mentales. Pero debe quedar claro, estimado lector, que no decimos aquí que el loco o los padecimientos de la psique causen terror. El terror del que aquí hablamos es terror que surge del hecho de que no conocemos lo que ocurre allí dentro de nosotros mismos, del agobio que nos puede atravesar al pensar que detrás del velo de los estados de pensamiento que comúnmente consideramos «normales», dentro del pensamiento mismo, hay aún algo más que es oscuro, una otra dimensión de la que no nos percatamos y en la que algunos se adentran para, a veces, no volver. Qué encontramos allí, no lo sabemos realmente; y es eso precisamente lo que nos causa terror: percatarnos de que en realidad desconocemos lo que hay en lo más profundo de nuestra mente, esa con la que día a día comprendemos y percibimos nuestra realidad, esa que lee estas líneas en este preciso momento.

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