A veces me pregunto si el sol se preocupa porque algún día dejará de brillar. Quizá por eso hay días en que irradia, ilumina y calienta más que en otros, porque piensa en eso, se angustia y decide brillar más, como si esa pudiera ser la última vez que lo hiciera… Me imagino esto cuando pienso acerca de la muerte, porque es cierto que también las estrellas mueren. Tema escabroso y de difícil abordaje que, sin embargo, siempre está presente, no sólo porque todos algún día nos enfrentaremos a ella, sino también porque no podemos hacer nada para evitarla, ni mucho menos para evitar el dolor que nos produce su repentina aparición, manifestada por el silencio que dejan las almas de nuestros queridos al dormir para soñar y no despertar nunca más.
Tristeza, dolor, melancolía… todas danzan juntas siempre alrededor de la muerte, y por ello hacemos hincapié en ella; pero el tema que ahora nos atañe no es, propiamente, ninguna de éstas, pues el motor de este escrito ha de ser más bien aquello que nos permite, por momentos, hacerlas nuestras y sentirlas como potencias de algo más, como impulsoras de una superación que nos lleva a los lindes del alma que se rasga para ser libre y alcanzar la paz: la esperanza.
Hubo un filósofo, nacido en el París de 1889, que intentó abordar el concepto, el tema, el problema de la esperanza, y que logró hacer que ésta habitara en el corazón de su pensamiento. También dramaturgo, Gabriel Marcel experimentó los tiempos calamitosos del siglo XX, la tragedia en la que naufragó la fantasía del progreso científico y tecnológico, el invisible clima árido en el que puede llegar a habitar la vida humana, la decepción…
Cuando en Posición y aproximaciones concretas al misterio ontológico Marcel nos dice que “quisiera presentar primero una especie de caracterización global e intuitiva de un hombre que carezca del sentido ontológico, del sentido del ser, o mejor dicho, que haya perdido conciencia de poseerlo”,[1] se nos muestra ya la óptica con la que este filósofo sentía su época. Más adelante dirá explícitamente que así es la vida humana moderna, que mira al humano solamente a través de su función, pues “el individuo ha llegado progresivamente a tratarse a sí mismo como un agregado de funciones cuya jerarquía le parece problemática […] Funciones vitales ante todo […] Funciones sociales en seguida: función consumidor, función productor, función ciudadano, etc.”.[2] El mundo humano se podría ver así como un mundo artificial y mecánico en el que, por ejemplo, “el individuo se someta, como un reloj, a verificaciones periódicas. La clínica aparece aquí como casa de control y como taller de reparación”, ¿y la muerte? La muerte entonces “parece aquí, desde una perspectiva objetiva y funcional, fuera de uso, caída en lo inutilizable, desperdicio puro”.[3]
Viene entonces el sentimiento trágico de la vida que ya Unamuno expresaba, el desaire y el desaliento, la pérdida del sentido, la profunda tristeza y la melancolía, de las que ya hacíamos mención líneas atrás; “Apenas es menester insistir en la impresión de ahogante tristeza que se desprende de un mundo así centrado en la función”.[4] Yo me pregunto si no es acaso posible trasladar estas intuiciones de Marcel al mundo actual, más aún en tiempos como los que vivimos el día de hoy. Entramos entonces en la distinción que hace Marcel entre problema y misterio, la búsqueda de lo definible, el intento por objetivar y cuantificar, en contraposición a la experiencia de lo indefinible, lo que se rehúsa a ser aprehendido y por ello limitado; “un misterio es un problema que tropieza en sus propios datos, que los invade y, por ende, se rebasa como simple problema”.[5] De ahí que el ser propiamente sea un misterio, porque “el ser es lo que se resiste -o sería lo que resistiera- un análisis exhaustivo sobre los datos de la experiencia”.[6]
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con la esperanza? ¿Problema? ¿Misterio? La menesterosidad de esta exposición conceptual radica, pues, en el reflejo único e irrepetible que observamos en nuestro espejo día con día: ¿nos vemos como problema o, por el contrario, nos sabemos siendo misterio? Esta vida que vivimos, este tiempo nuestro, estas dolencias… ¿acaso nos atrevemos a experimentarlas como misterio? El mundo visto a la luz del problema es un mundo fatal, un mundo que llora y que desespera por la enfermedad, por la muerte, por los deseos insatisfechos promovidos por el abordaje mismo de la realidad como problema, porque tratamos de extirparle a todo hasta la última gota de racionalidad y de causalidad, incluidos nosotros mismos, sin poder hallar nunca un fin último e inamovible. Y entonces surge la desesperación, pues “En la raíz de la desesperación creo encontrar esta afirmación: nada hay en la realidad que me permita prestarle crédito; ninguna garantía. Es un caso de insolvencia absoluta”.[7] Pero el que se haga presente la desesperación aquí hace que también brote, no ya como consecuencia, sino como un algo paralelo y consustancial a ella, la esperanza, porque
La esperanza consiste en afirmar que en el ser hay, allende todo lo dado, allende todo lo que puede ofrecer materia para un inventario o servir de base para un cómputo cualquiera, un principio misterioso que está en complicidad conmigo, que no puede dejar de querer lo que yo quiero, al menos si lo que quiero merece quererse efectivamente y es querido de hecho por la totalidad de mí mismo.[8]
En su Diario metafísico, Marcel decía de la esperanza que en ella “ya no estamos en el orden de las causas o de las leyes, es decir, de lo universal. Puesto que la esperanza no es una causa, ni actúa al modo de un mecanismo”,[9] y afirmaba también que está lejos de ser una técnica, y que por ello su carácter se reviste más bien de una no-resistencia; “Parecería, pues, que la esperanza tenga este poder especial de desarmar en cierta manera a las potencias de las que quiere triunfar, no ya combatiéndolas, sino trascendiéndolas”.[10] Pero no sólo eso, sino que además “no se refiere a lo que debería ser, ni siquiera a lo que deberá ser; dice simplemente será eso […] la esperanza es un impulso, un salto”.[11]
Aquí entonces podría aventurarme a discurrir por mis propias reflexiones sobre estas breves anotaciones de dos escritos de Gabriel Marcel. Con ellas, dejo a juicio del estimado lector si lo dicho hasta aquí resulta coherente, acaso mínimamente relevante, y aun más si logro alcanzar el cometido que persigo al escribir estas líneas: intentar dar, por tenue, titilante y frágil que sea, una pequeña chispa de alivio y esperanza que sirva de refugio en tiempos de dolor como lo son aquellos a los que ahora nos enfrentamos.
Aunque no podemos reducir el pensamiento de Marcel a esta distinción entre problema y misterio, me parece cierto que ellos son suficientes para plantearnos, cuando menos, dos cuestiones que creo de vital importancia: ¿Cómo superar nuestra tendencia a problematizar todo, cómo escapar al problema? ¿Cómo podemos llegar a saber que hemos logrado penetrar en el misterio de las cosas, de nuestras experiencias y de nosotros mismos? Pues bien, la respuesta a ambos cuestionamientos, creo, reza así: esperanza. Si esperanza es decir será esto o aquello, esperanza es trascender el ámbito de lo causal, de lo racional y de lo empírico; esperanza es ver lo invisible, penetrar en el fondo de las cosas sin buscar un fondo, sumergirnos en lo que es, dejando atrás el ancla de lo limitado, lo objetivo y lo objetual, de lo útil, lo inamovible, lo inerte, de lo que puede computarse en una tabla en la que podamos reducir todo lo que somos y todo lo que es, a meros axiomas artificiales que buscan hallar en todo una función; “entre la experiencia […] y los juicios acerca de ella de un espíritu prisionero de la objetividad, hay el mismo muro que separa el problema puro del puro misterio”.[12]
Esperanza es el salto que damos hacia la incertidumbre que constituye al misterio, es sabernos desarmados frente a lo que hemos de enfrentar y saber que por ese mismo desarme ya hemos superado el enfrentamiento. Esperanza es darnos cuenta de que las cosas no se reducen a lo técnico ni a lo tecnológico ni a lo funcional, ni mucho menos al utilitarismo que es siervo de ellas, y no caer en la desesperación de que nada entonces tiene sentido, sino más bien sumergirnos en lo que de hecho es sentido.
El dolor, la tristeza, la melancolía, la desesperación… todas ellas se nos revelan a la luz de la esperanza como puertas a través de las cuales poder penetrar en el misterio mismo del ser, ya del sustantivo, ya del verbo también, y sentir allí una paz infinita e inexplicable; “la estructura del mundo en que vivimos permite y en cierto modo parece aconsejar una desesperación absoluta: mas sólo en un mundo semejante puede surgir una esperanza invencible”.[13]
Surge la esperanza y es entonces cuando el sol irradia, ilumina y calienta más; cuando la voluntad se hace más patente que nunca, cuando frente al desafío y el abismo decidimos dar el que podría ser nuestro último salto. Y es con ese salto que nos reconciliamos con la muerte, con el llanto y con nuestras tragedias, porque las entendemos, a través de la esperanza, como parte del misterio inefable del ser. “Voluntad, esperanza, visión profética, todo eso está, todo eso se halla asegurado en el ser, fuera del alcance de la razón puramente objetiva […] El alma no existe sino gracias a la esperanza. La esperanza es quizás la materia de que está hecha nuestra alma”.[14]
[1] Gabriel Marcel, Posición y aproximaciones al misterio ontológico (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1955), p. 11, cursivas mías. [2] Ibid., p. 12. [3] Ibid., p. 15. [4] Idem. [5] Ibid., p. 30, cursivas mías. [6] Ibid., p. 20. [7] Ibid., p. 47, cursivas mías. [8] Ibid., p. 48. [9] Gabriel Marcel, Diario metafísico (Madrid: Ediciones Guadarrama, 1969), p. 96. [10] Ibid., p. 97, cursivas mías. [11] Ibid., p. 98. [12] Gabriel Marcel, op. cit., p. 52. [13] Ibid., p. 49-50. [14] Gabriel Marcel, op. cit., p. 100.
Bibliografía completa
Marcel, Gabriel. Posición y aproximaciones al misterio ontológico. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1955
Marcel, Gabriel. Diario metafísico. Madrid: Ediciones Guadarrama, 1969.
Comments