“A su corazón entra una corriente de aire,
deja entrar luz,
deja entrar tormentas,
deja entrar todo”.
-Veronica Schwab, La vida invisible de Addie LaRue
Aún cuando las emociones pueden calificarse como universales, las sensaciones son subjetivas. Son experiencias internas que pertenecen al individuo y nadie que observe directamente puede medirlas o aprenderlas. Asimismo, la manifestación y/o somatización de éstas escapan incluso al individuo que las experimenta. El rostro se contorsiona, el sistema nervioso colapsa y la psique se desplaza hasta el rincón más profundo de la carne buscando una salida; rapidamente asimila la verdad: no hay a dónde ir. Fúrica llegará a la ínsula, lugar en el que habitará mientras la consciencia se rehuse a indagar, a saber. Pero pronto, inevitablemente y tan eficaz como una lobotomía, su naturaleza se desbordará, afectará y deformará de manera permanente al cuarto propio, las paredes del soma serán insuficientes tanto como el dolor será insoportable y la claustrofobia evidente.
Si sentir es la maldición, ser capaz de expresar, externar y plasmar deberían ser la cura. Sin embargo, más de un artista confirmaría que no se trata sino de un placebo. Si es un apósito adhesivo intentando cubrir una herida de bala, ¿por qué nos sentimos tan afortunados de encontrar en la otredad aflicciones similares?
En 1966 Francis Bacon retrató a Lucian Freud. La serie Estudio para retrato de Lucian Freud resultó ser una de las obras más famosas del pintor. Tanto por su estrecha relación con el modelo como por la representación que logró del mismo. Figuras antropomorfas, sin duda. Hombros, cuello, parte de un brazo, una mano en movimiento, oreja, frente, ojos, incluso una tenue línea que delata los labios. Colores mezclados que parecen no ser los que habitualmente pigmentan la piel humana. Empero, hay algo en lo que poner atención, existe algo más con lo que el espectador se puede identificar lejos de que se trate de un humanoide. No son pinceladas, son brochazos pletóricos de hipersensibilidad, impresión que se logra únicamente por la familiaridad con las emociones percibidas.
Lo anterior es aún más claro cuando comparamos un retrato de Francis Bacon hecho por Lucian Freud 14 años atrás. El cuadro nombrado como él mismo, evidencia a un pintor pensativo, disociado entre sus pensamientos. Hay gestos en la frente del personaje acentuados por sombras que forman curvaturas en su fisionomía. Es garantizable que aquel individuo cuyos ojos obligados a permanecer más tiempo analizando el detalle de la pintura, ha sido asaltado por una voz interna que revela las propias dolencias para completar la labor de Freud. Ambas composiciones muestran hombres violentados por sus sensaciones, el alma tan atormentada por ser prisionera de la vulnerabilidad que la carne ya no puede retenerle. ¿El resultado? Lucian alcanzando su piel y sosteniéndola como si quisiera despojarse de una máscara. Bacon con la mirada clavada en el vacío anhelando que su armadura pudiera reconstruirse.
Sin duda, la relación que sostuvieron Bacon y Freud influyó en la forma en que se pintaron. Lo indefinible, lo invisible para uno, era perceptible para el otro. En consecuencia se materializaba lo inabarcable y se reflejaba en un diálogo sin palabras sobre el lienzo.
Dichos diálogos y pinceladas fueron el pavimento en el camino para que en el siglo XXI se siga cuestionando a la carne como una extensión. Las extremidades exageradas, curvas distorsionadas y ceños fruncidos siguen siendo un medio para transmitir la sensación molesta de poseer un cuerpo limitante y amorfo.
El joven artista Felipe Baeza tiene una de las obras más ilustrativas sobre el florecimiento de la psique a pesar de la corporalidad. Forma irreconocible rehusándose a ser gobernada fue creada en 2022 y en contraste con Celda XXVI de Louise Bourgeois parece ser totalmente diferente a todas las obras, pues la forma irreconocible pretende liberarse. Al contrario, con Bourgeois experimentamos tensión y total desfiguración de lo que alguna vez tuvo estructura. Lo que revela es entonces la psique que habitó el cuerpo, pues al ponerlo frente a un espejo denota también una perspectiva específica relacionada con la otredad. De cualquier manera no se puede excluir el sufrimiento físico implícito ejercido al momento de traspasar la carne ahora insignificante.
Así entonces es como con años de diferencia dialogan cada una de las obras. Todo comienza con algo tan sencillo como las sensaciones, sigue la hipersensibilidad y detrás de ella la violencia.
Para concluir, un relato:
“Un hombre nace con el corazón roto. Los doctores lo arreglan, lo completan y lo envían a casa, ha sobrevivido. Dicen que ha mejorado, que puede tener una vida normal y aún así, cuando crece, el hombre está convencido de que algo está mal. La sangre circula, las válvulas abren y cierran, todo funciona como debería pero algo no está bien. Dejaron su corazón al descubierto, se les ha olvidado cerrar la armadura de su pecho y ahora siente... demasiado”.[1]
¿Qué es lo que corrompe al cuerpo? ¿Los pensamientos? Tal vez un fallo ontológico que altera todo el sistema nervioso y cambia para siempre la estructura del soma, pero ¿alguna vez existimos sin la sensación de estar encerrados o de sentir que somos demasiado para nuestro propio cuerpo?
Una cosa es cierta: en cuanto a las pinturas de desnudos hay aún partes que pueden ser controladas. Se elige qué parte se ilumina, qué otra se esconde en las sombras. Freud, Bacon, Bourgeois y Baeza trabajaron y trabajan la composición corporal hasta el más mínimo detalle. Pues un artista es capaz de pintar y/o representar a sus modelos o a ellos mismos tan indefensos como quieran pero jamás se encontrarán más al descubierto que cuando se ven a través de los ojos del otro, ya que dicha encarnación incluirá equipaje emocional y un cuarto propio en llamas.
Notas:
[1] Verónica Schwab, La vida invisible de Addie LaRue (TOR Books, 2020), 241.
Wow, mi chica favorita, que deleite. Te seguiré leyendo.
Te amo.