Con dificultad, Rogelio Huerta se abría paso entre la muchedumbre que atiborraba el camión de pies a cabeza. Sus brazos se encontraban prensados a su mochila para evitar que se le cayera alguno de los llaveros o broches que la adornaban. Daba cada paso con precisión, evitando aterrizar sobre algún pie o talón mientras que el chofer gritaba disparates incomprensibles desde enfrente de transporte. Entre cortos diálogos como “disculpe”, “con permiso” y “perdón”, Rogelio llegó hasta un asiento vacío justo en la última fila, a un lado de una ventanilla. Al momento que se sentó, dejó salir un gran resoplido de alivió y recargó su cabeza en la pared trasera del autobús. Miró su reloj de muñeca una última vez y notó que le quedaba todavía tiempo de llegar. Se relajó un poco y dirigió su mirada hacia calle.
Rogelio llevaba ya casi medio año en su trabajo y aunque de chico nunca imaginó que acabaría en recursos humanos en una aburrida empresa, en un aburrido edificio, la paga no era nada mal. Ya se había acostumbrado a su rutina, a tomar el tiempo de cada actividad que hacía en la mañana y planchar su uniforme una noche antes. Ya tenía todo planeado y todo le parecía sencillo. Le gustaba usar corbatas y sus pantalones le quedaban algo colinches; casi nunca lograba acomodar su cabello ondulado y la mayor parte del día tenía hambre por lo que siempre cargaba consigo un paquete de galletas.
La ruta nunca cambiaba, siempre pasaba por un lado del parque, dejaba atrás la secundaria, giraba en la esquina donde se encontraba un mercadito, seguía un rato por debajo la línea dos del metro y se aventaba a las hambrientas calles de la ciudad de Monterrey sin previo aviso. Casi se hacia veinte minutos desde su departamento hasta su trabajo, el cual se encontraba en una colonia de clase media-alta rodeada de otros edificios de vidrio.
Entre el bullicio, la vida atareada de la urbanidad y las bocinas de los automóviles sonando cada cinco segundos, Rogelio encontraba algo de paz y belleza. Se había acostumbrado tanto a ese ambiente que ya no recordaba la vida de otra forma. Siempre estaba apurado y a sus veinte años ya se sentía como un señor de cuarenta. No se desvelaba mucho ni salía del todo con sus amigos, prefería quedarse en su departamento a leer y ver películas. Se había acostumbrado a su vida y sin duda lo prefería así, pues él no era muy fan de los imprevistos, le gustaba tener todo bajo control.
La ruta del camión duró lo mismo que duraba todas las mañanas y como de costumbre, se abalanzó hacia enfrente del vehículo en movimiento una cuadra antes. Siempre tocaba una de las ventanillas cercanas con una moneda para indicar su bajada, el conductor paraba y lo despedía con un movimiento de su cabeza. Ese día no fue la excepción.
Rogelio bajó de dos saltos a la banqueta y respiró hondo. El día estaba lindo para ser verano, no hacía mucho calor como de costumbre. A lo lejos miró el cerro y sonrió un poco, presentía que sería un buen día. Empezó a caminar entre las gigantescas edificaciones de cristal que lograban reflejarlo completo al caminar frente a ellas, pero un sonido le llamó la atención. Algo así como un pequeño aleteo, él miró a su alrededor y no notó nada fuera de lo normal. Se encogió de hombros y se dispuso a caminar de nuevo cuando algo lo detuvo casi de golpe: frente a él un frenético colibrí paso volando.
Rogelio dio unos pasos hacia atrás y pudo notar que el pajarillo parecía lastimado. Alzó sus dos manos en el aire y trató de atraparlo, pero el colibrí no dejaba de revolotear. Él pensó que si seguía así se lastimaría más de lo que ya estaba y por eso lo siguió para que no cayera de golpe a la banqueta. La pequeña ave dobló en la esquina, justo al sentido contrario del cual Rogelio se dirigía. Él se mordió su labio inferior y lo pensó un poco. Miró su reloj y notó que todavía le quedaba algo de tiempo. Corrió hacia un callejón donde vio que el colibrí se había metido y miró que el pajarillo muy apenas podía levantarse en vuelo. Rogelio se acercó hacia él y trató de tomarlo nuevamente entre sus manos, pero el animalito siguió aleteando hasta atravesar una puertecilla metálica hecha de rejillas oxidadas justo al final de la callejuela.
El lugar estaba en completo silencio, unas dos paredes color beige se erguían a sus lados, dejando en completas sombras aquel sitio. Frente a él había lo que parecía ser la salida trasera de una casa. Tal vez pertenecía a las viejas casuchas que había antes de que los rascacielos llegaran a atiborrar el centro. Se sentía extraño, era como si solamente ese pequeño edificio no hubiese cambiado con el tiempo. Buscó otra entrada, pero no halló nada que le sirviera y por eso mismo actuó: miró la puertecilla unos segundos y sin pensarlo mucho, la trepó con cautela. Cayó en cuclillas del otro lado sobre lo que parecía ser pasto y poco a poco se levantó, dándose cuenta de que se encontraba en una especie de frondoso jardín.
Al suelo lo cubría una fina manta verde que seguía algo húmeda del sereno de la mañana y las bardas que rodeaban el lugar estaban cubiertas de enredaderas con grandes hojas. El jardín parecía un pequeño laberinto con arbustos verdosos y plantas de todos los colores y estilos. Rogelio caminó un poco por el lugar, acomodándose su mochila en uno de sus hombros y a lo lejos miró al colibrí dando sus últimos aleteos en el suelo. Él estuvo a punto de correr hacia el pajarito cuando de repente soltó una luz que lo cegó. Como respuesta, Rogelio se llevó su antebrazo hacia sus ojos sin saber bien que sucedía. Cuando el brilló bajó, abrió lentamente sus párpados y dio un paso hacia atrás cuando notó que el pajarillo había desaparecido. En vez de eso, en el suelo se encontraba un hombre de no más de treinta años, tenía disperso por su cuerpo lo que parecían ser pedazos de una armadura verdosa y plateada. Una mano suya cubría la parte izquierda de su estómago, él echó un vistazo y fue entonces cuando Rogelio se percató que se encontraba herido. Sangre brotaba de su costado izquierdo. Él se apresuró a ayudar al hombre y se arrodilló a un lado de él. Se ofreció a llamar una ambulancia, pero el hombre con una voz ronca solo logró articular la palabra no. Regresó su cabeza en el suelo y soltó un largo suspiro con una pequeña y pausada risa.
El hombre tenía una cicatriz en su ojo derecho, atravesaba desde su ceja hasta su mejilla, su cabello era corto y oscuro. En sus muñecas tenía una pulsera negra con un símbolo grabado y de su cuello colgaba un collar de plata que tenía como dije un colibrí. Rogelio no sabía bien que hacer. El hombre se encontraba herido, acostado en el suelo y no se veía nada bien. Él notó que quería hablar, pero no podía, trataba de concentrarse en estar calmado. Finalmente, el hombre habló, le hizo una seña de que se acercara a él y susurró unas palabras a su oído. Era otra lengua, tal vez náhuatl. Rogelio no estaba del todo seguro, solo había ido una semana a un curso al cual lo habían obligado a ir en la universidad, y seguido de eso solo mencionó una corta oración en español:
—Tú eres el elegido, el siguiente guerrero Huitzil.
Rogelio no sabía bien de lo que hablaba y pensó que tal vez estaba delirando. El hombre extendió su mano y le entregó una pequeña esfera metálica en su palma. Rogelio la tomó sin saber bien qué hacer con ella. Era una pelotita plateada con engranajes adentro. Él cerró su puño y la resguardó entre sus dedos. No entendía nada. El hombre sonrió y cerró los ojos por un segundo sin quitar su palma de la mano de Rogelio, como si también estuviera resguardándola. De pronto, una fuerte ráfaga azotó los arbustos y plantas del jardín, y un inusual sonido ahogó el lugar.
Cigarras.
Esos insectos empezaron a cantar al son del viento y luces comenzaron a salir del cuerpo del extraño hombre. En unos segundos este se había llenado de puntos brillantes por todo el cuerpo y llevó a Rogelio a entrecerrar sus ojos sin querer apartar la mirada de ese acontecimiento. El viento pasó una segunda vez y alzó un bonche de hojas que se unieron al hombre. Lentamente su cuerpo comenzó a convertirse en hojas. La mano que tenía sobre la de Rogelio se transformó en unas cuantas hojas marrones y su cuerpo era una combinación de hojas secas y verdosas. Él cerró sus ojos unos segundos y al volverlos a abrir, notó que estas cayeron al suelo sin dejar algún rastro de su persona.
Rogelio se encontraba nuevamente solo con las últimas palabras que el hombre le había susurrado al oído. El viento se detuvo y el silencio regresó en un instante. Parecía casi un sueño todo lo que había sucedido. Desconcertado y algo mareado, él se tambaleó hasta llegar a la puerta por donde había entrado, pero antes de volverse a cruzar sintió un escalofrío recorriendo su cuerpo. Se guardó la pequeña esfera en el bolsillo del pantalón y miró al cielo.
Finalmente, las palabras tenían sentido dentro de su cráneo. Por alguna razón, ya lo entendía, sabía bien lo que aquel hombre le había confiado. Era un viejo cántico mexica, hablaba de una profecía y una guerra. Y aunque solo sabía decir lo básico en náhuatl, las palabras se tatuaron en su cabeza, como si siempre las hubiera conocido. Ahora él era parte de un linaje entero de guerreros valientes, encargados de luchar y acabar con las fuerzas oscuras de la diosa Malinalxóchitl. Su compañero había muerto por culpa de ella y su sacrificio no iba a ser en vano. Rogelio pudo comprender que ahora era un guerrero Huitzil, representante del colibrí y del dios Huitzilopochtli, protector de los mexicas y defensor de su pueblo.
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