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Jimena Villanueva

Las Llantas Cuadradas

El padre mexicano es un cambiaformas, un nahual. Madres pueblerinas aferrándose con uñas y dientes a sus pequeños trozos de carne en cuanto la penumbra toma posesión del sol en espera de un peligro inminente. Amedrentando generaciones enteras con su latente acecho. Ensanchando la leyenda a diestra y siniestra, maldiciendo su origen prehispánico y un tanto sobrenatural. Merodeando por los cerros con sus pieles fieras y espíritu primitivo. Hombre de día; bestia de noche.


El padre mexicano es un político tricolor, disponiendo de palabras rebuscadas con el objetivo de sembrar autoridad. Promesas cóncavas que el pueblo agradece más jamás adopta, urbanidad calculada e intenciones cabronas.


El Padre Mexicano es Peter Pan y a su vez el capitán Garfio, repudiando el crecer, más anhelando ser hombre. Contado como niño las mismas historias insolentes y ensimismadas. obliterando su sentido, volviéndose agrias y resentidas. Obligados a reemplazar su manos por imponentes ganchos afilados. Coexistiendo en esa torva área gris, entre la niñez, adolescencia y adultez.


Mi padre mexicano, fue criado por un padre mexicano. Cobra sentido una vez que te sientas a pensar en el inicio, cuerpo y desenlace de su infortunado éxodo. Es reconfortante y a la vez abrumador el pensar que mi progenitor hace algunos ayeres no tenía maldad encarnada. Un crío con carencias de estructura y afecto. Madre escopeta, dolida con los años y los años con ella. Padre troglodita, tequilero y ojo alegre. La calamitosa historia milenaria que hace de los hijos, padres mexicanos de manual. No se muy bien cuando comenzó el viacrucis que lo orillo a perder la cabeza. Lo que si se, es cuando por primera vez, note un bizarro desliz en su fachada que me hizo verlo sobre una luz completamente diferente. una luz hospitalezca y lastimosa que hasta el día de hoy centella como farol sobre su eje.


Escribo para sacar la cólera que desde los doce años me priva del gozo primordial, el gozo que cada día proclamó y merezco. Escribo porque mi valía me la da la percepción. Percepción que cambia día a día. hora tras hora. Cada persona que ha tenido la fortuna de colisionar en su trajina misión de vida con su servidora, cimentó una glosa desigual que la otra y así simultáneamente, hasta que habiendo solo una yo de carne y hueso, centenas de Jimenas desfilan por el mundo rumbo hasta donde la percepción del individuo alcance. Escribo porque ansío enterrar esa variante que se fue con mi padre una mañana de octubre. El viaje del héroe, mi viaje del héroe o tal vez de él. buscando hasta el cansancio su hogar, donde pertenece y a donde va.


Fui engendrada a cincel por una fuerza de la naturaleza y un teporocho políticamente correcto, irónicamente y por casi tres lustros el borracho banquetero fue postrado sobre el pedestal más opulento y babilónico que mis infantiles manos pudieron construir. Esas mismas manos que aun intoxicado y con olor a muerto en la puerta del colegio estrujaba tres veces, haciendo apología a su tirano amor.


Subsistiendo como hijos de la patria viril, siendo esta la figura paterna y absoluta de nuestro México. La nula empatía hacia nuestras progenitoras, carne de nuestra carne, estremece a cualquiera. Ojo, no todas las gestantes son dignas de tener el título de madre, más el arbitrario resentimiento que la mitad de la población posee hacia ellas es para temer. Mi madre fue un mito los primeros años de mi vida, llegaba de noche, sin nitidez, desprendiendo un penetrante olor a perfume gravoso y malhumor. Yo apretaba los ojos, fingiendo demencia. Deseando que la noche llegará una vez más para ser testigo del concepto más antropológico y surreal de la historia, la madre trabajadora. La noción que mi madre fue niña antes de ser madre, fue mujer antes de ser madre, fue estudiante y hermana; adolescente, novia, esposa, ex esposa, hija, persona y concepto antes de mapaternar tres ingratos y una pareja inane; Los sueños que cargaba dentro de su mochilita rosa del tianguis a los doce, las ilusiones amorfas al fondo de su cajón a los veintidós, el consuelo enterrado bajo sus stilettos de suela roja a los cuarenta, forman una clase de performance colectivo y deshumanizante que altera mi reloj biológico. No solo por el hecho de ver a la mujer que me trajo al mundo ser casualmente despojada de sus anhelos, más la persistente fobia de ser una eterna costilla amalgamada al juicio de mi progenitor o concubino hasta que la muerte nos separe.


Tristemente el arcaico núcleo familiar en nuestra fértil tierra seguirá siendo reforzado y hasta celebrado por la multitud carente de ternura. Multitud que alberga un amargo rencor en sus pechos, más deciden hacerse de la vista gorda, ahogando las penosas tragedias colectivas en bailes tumbados al ritmo de la sonora dinamita y pamboleros pasionales hostiando paredes al finalizar los partidos. Los padres mexicanos de manual continuarán siendo los eternos antagonistas en la vida de millones de criaturas en desarrollo, torciendo con coraje sus maleables raíces, abonando con ceniza de tortilla y colillas anaranjadas, regando sus hojitas con un acervo brebaje compuesto de llanto materno y brandy. Y aun, la pena ajena que cargamos por ellos, pesa más que la repulsión que nos han metido hasta el esternón por la fuerza hace ya décadas. El sentir terror por mi progenitor me era más reconfortante, instauraba la ilusión de una figura paterna, de una autoridad a la cual temer, asimismo creando un concepto de custodia vigorizadora y ansiolítica. Mi padre, mi protector.


 Hace unos meses llegué a la conclusión que ese hombre ajeno, con el tercio superior del rostro similar al mio jamas logro su cometido, ese individuo de uno sesenta y ocho centímetro de alto nunca logró proteger, más en su ausencia encuentro seguridad. La puerta de mi cuarto se mantiene abierta por las noches, mi joyería ya no coexiste bajo llave, mi peso puede fluctuar sin ser humillado; la peste a óbito también la empaco, junto con sus escarabajos santeros, la patona de bacardi blanco que escondía por la bomba de agua y sus característicos lentes que extrañamente suavizaban su mirada. Gracias por resguardarme desde el abandono padre mio.

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