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María Patricia Herrera Gamboa

Los niños de atrás de los árboles…

Son niños, son diferentes, son maravillosos… Son los niños indígenas de México, de Yucatán, de Chiapas, de Michoacán, de Chihuahua, de las comunidades Mayas, Rarámuris, Purépechas, Lacandones y Tzotziles, entre muchos otros, que habitan en la pobreza y la desigualdad, en el abandono –muchas veces no solo de su propia familia–, sino también de los gobiernos en turno, que solo los utilizan para la foto, para presumir sus visitas y para prometer lo que nunca cumplen.


Niños condenados a la discriminación y la ignorancia, con escaza o nula educación, en circunstancias de desnutrición, alejados de servicios médicos, muchos de ellos condenados a futuros inciertos o a arraigadas costumbres, sin alguna oportunidad de cambio. Siempre lo había imaginado así, por las crónicas que leí o documentales que miré en algún canal de televisión, pero que no fue hasta que mis circunstancias laborales, me pusieron frente a unos cuantos de ellos, que constaté esa dura realidad que viven día con día.


Este relato en especial, está dedicado a los niños de la comunidad indígena Tzotzil, en el estado de Chiapas, México. Los indígenas tzotziles (tsotsiles) son un grupo mayense que habita la región de los Altos de Chiapas y algunos municipios del área colindante, quienes se llaman a sí mismos batsiI winik'otik, que significa "hombres verdaderos". Su lengua materna y legítima es el batsil k'op, y el vocablo tzotzil, deriva de sots'il winik, que significa "hombre murciélago", sobre una leyenda que cuenta que sus antepasados hallaron un murciélago en aquella vega y lo tomaron por Dios.[1]

Inicié los increíbles viajes por casi todo el territorio nacional, laborando con una instancia gubernamental que se había planteado la meta de acercar libros de todo tipo y para toda la familia, con el fin de fomentar el gusto por la lectura[2]. Los niños y los jóvenes serían el blanco perfecto para iniciarlos en esta aventura, primero nos acercamos dentro y en las inmediaciones de la ciudad de México, en las explanadas delegacionales y municipios aledaños, con ferias de libros, talleres de fomento a la lectura, cuentacuentos, payasos, música y todo lo que estuviera a nuestro alcance para llamar la atención de nuestros pequeños lectores.

Posteriormente se logró llevar dichas actividades a varios estados de la república mexicana, en una labor titánica y de unión de fuerzas con universidades, casas de cultura y otras instancias educativas, tanto públicas como privadas, para esta oportunidad contamos con el entusiasmo de un periodista chiapaneco reconocido y admirado por su comunidad, gracias a él, se nos abrieron las puertas de la Universidad Autónoma del Estado de Chiapas UNACH.


Los bellísimos tonos del color verde que existen en el mundo, los puedes encontrar todos juntos, en este bello estado al sur de la república mexicana, su resplandor brilla fuerte en cada hoja, en cada árbol, en cada rama, hacia donde poses la mirada. Apenas cruzando la línea divisoria con el estado colindante de Oaxaca, te reciben los más bellos paisajes de selva y montañas, de aves y fauna típica, de la región del Soconusco.


En esta noble labor, teníamos la misión de llevar por primera vez, una feria de libros, justo ahí en el corazón de la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, su capital, en la explanada ubicada a un costado de su inmensa catedral.


Un día cualquiera, irrumpimos la rutina diaria de aquella explanada, que comprendía la hermosa catedral de San Marcos, siempre imponente con su vestido blanco que contrasta con las sombras o deslumbra con el sol de los atardeceres, en su plazuela rodeada de jardines y fuentes, de sus cafés, heladerías y pequeños restaurantes, acompañados de las típicas marimbas –música tradicional del estado–, de sus puestos de revistas, de los boleros, pero sobre todo, de los indígenas, plantados a su alrededor, con la venta de sus artesanías hechas a mano por ellos mismos, sentados en el piso, o bien acomodados en las escaleras de la catedral, bajo el inclemente sol y temperaturas de alrededor de los 35 grados centígrados.


Era el inicio de los años noventa, cuando en ese ir y venir de transeúntes, los camiones llegaron a plantarse en sus calles, rompiendo la rutina de todos los que ahí cohabitaban día con día. Al principio se montó una enorme carpa para los stands, ante los ojos de los curiosos que no entendían que estaba sucediendo, en ella, se colocarían los exhibidores acomodados en división para cada casa editorial y entre las fuentes, árboles y puestos, se colocaron otras carpas para los talleres infantiles de fomento a la lectura, objetivo principal de la feria, sobre todo para captar la atención de la población infantil y juvenil del estado.


Durante el montaje, los trabajadores se ocupaban de descargar los camiones, mamparas, exhibidores, cajas y más cajas, de todo tipo y con múltiples contenidos, a nosotros nos tocaba supervisar que cada quién recibiera su material, que las casas editoriales establecieran su lugar y que en tiempo record –un par de días aproximadamente–, la feria estuviera lista para la ceremonia inaugural.


En esas largas horas, lo que más llamó nuestra atención, fue un pequeño grupo de niños, corriendo de un lado a otro, entre risas, cantos y diálogos en un dialecto desconocido para nosotros, con sus ropas multicolores, que al principio nos miraban con ojitos traviesos, tanto a nosotros, como a las cosas que nunca habían visto, cuchicheando, señalando y riendo, esquivando a los trabajadores, que a su vez los miraban divertidos.


La feria era tan colorida como ellos, las casas editoriales vestían sus stands, con llamativas mamparas y anuncios de sus publicaciones y los talleres infantiles gratuitos, se montaban con coreografías temáticas, entre ellos el Taller de la Imaginación, Juguemos a la Imprenta, Minibiblioteca y Leer es Crecer, éste último, protagonista de esta historia.


El taller Leer es Crecer, se estableció basado en la colección de libros del mismo nombre, cuyo objetivo se alineaba justo a acercar a los niños a la lectura. Para cada ocasión, se estableció crear una ambientación temática al interior del taller, que concordara con su dinámica de acción, que consistía en contar un pequeño relato o cuento, tomado de alguno de los libros, colocados en un rincón del taller, en cajas de madera conocidos como “huacales” y que previamente pintábamos a mano. Los niños, se acomodaban en cojines alrededor del narrador o cuentacuentos y escuchaban según su habilidad, entre divertidos, asombrados o temerosos la historia, y al terminar, hacían una manualidad con materiales reciclables, para dibujar y decorar, que encantaban a los niños.


En esa oportunidad centramos la ambientación en la selva, para ello, se hicieron enormes figuras de animales: un león, una jirafa, un rinoceronte y una cebra, colocados estratégicamente entre plantas y ramas de árboles para crear una atmósfera selvática, de esa manera sería atractivo ante los ojos de nuestros pequeños usuarios.


Los niños indígenas, apenas y se acercaban, corrían sin que lográramos entablar un diálogo con ellos, pero al pasar de las horas aquella pequeña selva los tenía sorprendidos y poco a poco se fueron acercando, preguntando, qué eran esas enormes siluetas, pero, sin duda lo que más llamaba su atención eran los libros, de muchos tamaños y colores exhibidos en esas cajas, así que con su curiosidad natural, aceptaron entrar y así conocimos a Luz de Luna, Mar y Sol, Ángel, Perico y Pascualita, como auténtica marabunta dentro del taller, tocando los libros, haciendo infinidad de preguntas, hasta que logramos sentarlos y contarles una historia, que recibieron entre carcajadas, hablando entre el Español y su dialecto nativo. Nosotros también reíamos, preguntando curiosos que se decían unos a otros, pero que tan solo respondían con un “nada”, así transcurrió la tarde previa a la inauguración de la feria.


Posterior a la ceremonia inaugural, iniciaban las actividades, se abría el paso a los stands, a los espectáculos y a los talleres, los niños llegaron sorprendiéndonos con sus cabellos acicalados y sus caras “limpias” –medio lavadas con aquellas aguas sucias de las fuentes–, sonrientes y felices en primera fila para entrar al taller. Sin embargo, al ver llegar a otros niños, corrieron y se retiraron, sin escuchar nuestros ruegos de quedarse, conocían bien, la triste realidad discriminatoria que aún existe en muchas partes del mundo.

—¿Acaso pretenden que asistan esos niños? —Preguntó una señora ricachona.

—¿Por qué lo pregunta, señora? —Respondimos amablemente.

—Porque mis hijos no pueden convivir con esos mugrosos.

—Cómo usted lo desee señora, el taller es para TODOS los niños sin excepciones —Nos miró de arriba abajo y se retiró molesta con sus hijos.


Al paso de los días, los niños se abrieron al diálogo y con confianza, nos llamaban "mayestras", haciéndonos toda clase de preguntas, tanto nosotros a ellos, como ellos a nosotros, recuerdo que al preguntarles donde vivían, decían entre risas y carreras:

—Ahí arriba, atrás de los árboles... —señalando con sus dedos, los cerros en el horizonte, que nosotros mirábamos, como intentando imaginar dónde y cómo.

—¿Y dónde duermen?

—¡Pues en petates!, en dónde más… —respondían alzando los hombros.

—¿Y que comen?

—Pues, “en veces” víboras, ratas y grillos y también tortillas de maíz y frijoles.


Mirándolos de cerca, los niños nunca lucían aseados, salvo la “acicalada” que se hacían en las fuentes antes de entrar al taller. En una ocasión levanté sus largas trenzas y me percaté que estaban infestados de piojos y liendres, que se rascaban cada tanto, después de descubrirlo, nosotras también recogimos nuestro cabello y lo amarramos con pañoletas como medida de precaución. Nunca conocimos con exactitud sus edades, pero por su aspecto, oscilaban entre los cinco y los nueve años.


Una de ellas, llamada “Luz de Luna” era una niña muy especial, todo el tiempo llevaba colgado en su pequeña espalda a su hermanito, un bebé de apenas unos meses de nacido. Lo ataba con un pequeño rebozo y lo anudaba con una maestría impresionante para su edad, cuando lloraba se zangoloteaba graciosamente de un lado a otro, pero sin dejar de hablar para calmarlo o bien, le daba un líquido viscoso –como una especie de jugo o agua de sabor–, el cual vertía directamente en su boquita a través de un pequeño orificio de la bolsita plástica que apenas y lograba atinar, dejando al pequeño casi siempre, mojado de toda su carita, en otras ocasiones se quitaba el reboso de la espalda y lo ataba entre los barrotes de una jardinera a otra, meciéndolo si lloraba de vez en vez, incluso estando en el taller, salía corriendo para hacerlo, entre un arrullo y vaivén, que no puedo explicar, cómo no lo vimos caer. Sus padres, entretenidos, se pasaban prácticamente todo el día tejiendo y tejiendo sus prendas para vender, por lo general, rodeados de otros pequeños, sin prestarle mayor atención a su hija, dándole a esa niña pequeña, una enorme responsabilidad, literalmente, colgada en su espalda.


Había otra pequeña que se robó mi corazón, una niña de cabellos dorados, rizados y la piel blanca, de aproximadamente tres años de edad, llamada “Pascualita”, pero, ¿porque esa niña indígena tenía esos rasgos? Nos preguntamos desde que la vimos por primera vez, vestía igual, pero físicamente era diferente a los niños de aquel grupo. La respuesta llegó, cuando tuve la oportunidad de platicar con su abuela materna, su único familiar vivo, una mujer muy anciana y enferma, quién entre lágrimas, me narró que la niña era producto del abuso de un turista “gringo”, que engañó a su única hija, prometiéndole que la llevaría a vivir a su país, pero que evidentemente, nunca volvieron a ver.


La señora continuó su relato –entre balbuceos que de pronto no entendía–, tomándome de los brazos y mirándome fijamente a los ojos, comento asustada y convencida que algo muy malo le había sucedido a su hija, que le había caído el “mal del muerto”, porque ya no quiso comer, estaba como “ida” y solo lloraba y dormía, supuse, que seguramente había caído en una fuerte depresión, que le ocasionó un embarazo complicado y difícil y que le provocó la muerte al dar a luz.


Esta situación, también derivó para ambas, en el repudio de su propia comunidad, que señaló a su hija como “traidora” por haberse enredado con un hombre ajeno. Así que ellas solo se tenían la una a la otra y diariamente, llegaban solas y se iban solas, otra cosa curiosa es que no vendían artesanías como los demás, sino solo algunos dulces y chácharas, porque no tenían dinero para el material. Sin embargo, los niños no las rechazaban, al contrario, jugaban con ella y procuraban a su abuela, sin importarles el color de sus cabellos o de su piel, sin duda, uno de los más grandes y natos valores de todos los niños, que, sin intervención de los adultos, jamás conocerían el racismo.


Pascualita era una niña dulce y juguetona, necesitada de cariño con la cual hice un “clic” instantáneo, convirtiéndose en mi compañera, caminando detrás de mí, adonde quiera que me moviera. Su situación, que era bastante crítica, me apachurraba el corazón, ya que su abuela apenas y podía moverse, encorvada, caminaba lentamente con un bastón de palo, ayudada por esa pequeña, para quién su abuela era todo lo que tenía, la señora también sabía que su final estaba cerca y le preocupaba enormemente pensar, que sería de la niña cuando muriera.


Durante esos días, también nos ganamos la confianza de los padres de los niños, cosa que rara vez ocurre ya que son muy reservados, quienes en agradecimiento nos enviaban regalitos, un dulce, una diadema para el cabello, un prendedor o una pulsera de ámbar. Nosotros a cambio, les ofrecíamos sesiones exclusivas, con historias de los libros que ellos mismos escogían y que atentos escuchaban, sin comprender que las palabras salían de aquellas páginas.


Una tarde, con Pascualita en mis brazos, su abuela se acercó a mí y me dijo que la niña me quería “harto” que nunca la había visto así con ninguna persona “blanca y extraña” y que por eso había decidido regalármela ya ella sabía que moriría pronto, sus palabras me sorprendieron, porque se trataba de un ser humano, no de una mascota o de un objeto. En ese momento no supe ni que responderle, pero mi cabeza empezó a pensar a mil por hora, yo no había tenido la oportunidad de concebir una hija, solo un único hijo, que quizás sería maravilloso aceptarla y adoptarla.


Apenas me fue posible, llamé a mi esposo y le conté sobre los niños y sobre la situación de la pequeña Pascualita, él se emocionó tanto como yo, pero después de hablar con un abogado, nos puso los pies en la tierra y nos dijo que esos pequeños no están registrados oficialmente, por lo que era prácticamente imposible, conseguir una adopción legal. Intenté por todos los medios, explicárselo a la abuela, pero se ofendió porque desdeñé su tan preciado obsequio y me pidió no acercarme más a la niña.


Desconozco si fue el tremendo calor de la ciudad, el cansancio o la tristeza que me acongojaba, por no poder adoptar a esa pequeña y darle el amor, los cuidados y un mejor futuro que tanto se merecía, que me desvanecí en plena calle y terminé en la cama de un hospital con una baja de presión, ante la preocupación de nuestro amigo periodista. que siempre tenía los brazos extendidos para recibirnos en su casa y en su estado, resolviendo cuanto le era posible para que la feria se llevara a cabo sin contratiempos.


Un par de días después, la feria llegaba a su fin y debíamos devolverles a todas esas personas, sus espacios y su vida normal, entonces comenzaron las labores de desmontaje… y las caras alegres de los niños, cambiaron por lágrimas, reproches y reclamos, creciendo su enojo y frustración con cada retiro de carpas y mamparas, junto a nuestra propia tristeza, por destruir el pequeño mundo de imaginación que les habíamos brindado, los niños lloraban y nosotros también, tratando de explicarles que volveríamos para el siguiente año y que así sería cada año, ya que se había firmado un convenio con la UNACH, para que la feria del libro se estableciera como un evento anual.


Al año siguiente volvimos, emocionados por los obsequios que habíamos logrado reunir con familiares y amigos –juguetes, ropa, zapatos, cobijas y libros–, esperando reencontrarnos con los niños, quiénes increíblemente nos recibieron gustosos, sabiendo que habíamos cumplido con nuestra promesa de volver y ellos con la promesa de no olvidarnos.


Miré para todos lados y esperé ansiosa que saliera a mi encuentro, mi güerita, mi pequeña Pascualita, pero con tristeza me enteré que había desaparecido junto con su abuela, sin dejar ningún rastro. Al indagar en los alrededores, logramos que algunas personas comentaran que su abuela había muerto y que nadie conocía el paradero de la pequeña, quién probablemente habría dado a parar a alguna casa hogar del estado. Éstas historias se repitieron un par de ocasiones más, con otros niños, desde la instalación de las carpas con sus risas y su alegría, hasta sus lágrimas al momento de desmontar.

Pero la feria ya no volvió más a ese estado, por el artero asesinato de nuestro querido amigo y periodista Roberto Mancilla Herrera[3] y el estallamiento de la guerrilla en los altos de Chipas, con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional el EZLN[4].


A pesar de que recorrimos otros estados y conocimos otros niños indígenas, sin duda los niños de la comunidad Tzotzil, fueron especiales y su recuerdo se quedará grabado para siempre, en nuestros corazones.

De esta experiencia, puedo afirmar el gran aprendizaje que los habitantes de las comunidades indígenas, dejan en quienes tienen el privilegio de convivir con ellos, su increíble capacidad de supervivencia en lugares hostiles para el ser humano, su inquebrantable fraternidad, lealtad y arraigadas costumbres –que quizás para nosotros sean un tanto exageradas–, su adaptabilidad a vivir en constante discriminación y marginación de personas y gobiernos ignorantes. Para muchos, son seres humanos pobres en cosas materiales, pero inmensamente ricos en calidad humana.


En México y América Latina, los derechos de las niñas y los niños indígenas, en lugar de cumplirse, parece que cada vez se agudizan más, ya que la pobreza es producto de una larga historia de discriminación y exclusión, que continúan privándolos de sus derechos básicos de acceso a la salud, la educación y el bienestar familiar. Es tiempo de exigir que se cumplan las leyes tanto en México como en cada país de Latinoamérica y por fin nuestros niños indígenas, tengan las oportunidades que se merecen.


Hoy, cada vez que tengo la oportunidad de volver a Chiapas, no puedo evitar levantar la vista con nostalgia, esperando mirar que aparezcan sonrientes y felices, mis queridos niños de atrás de los árboles.

[1] Un vistazo a los rasgos más distintivos de los pueblos indígenas de México. (8 de febrero de 2018) Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas. INPI. https://www.gob.mx/inpi/es/articulos/etnografia-de-los-pueblos-tzotzil-batsil-winik-otik-y-tzeltal-winik-atel?idiom=es [2] Ferias Nacionales del Libro en México. (3 de marzo 2016) Secretaría de Cultura. https://www.gob.mx/cultura/acciones-y-programas/ferias-nacionales-e-internacionales [3] Martínez Mendoza, Sarelly (22 de septiembre 2019) En Chiapas también matan a periodistas. Asesinato de Roberto Mancilla Herrera. Chiapas Paralelo. https://www.chiapasparalelo.com/opinion/2019/09/en-chiapas-tambien-matan-a-periodistas/ [4] Levantamiento Armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. EZLN. CNDH México. https://www.cndh.org.mx/noticia/levantamiento-armado-del-ejercito-zapatista-de-liberacion-nacional-ezln

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