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Foto del escritorFeluel Hernández

Los nuevos protagonistas del arte: el proletariado intelectual como creadores en una era postmoderna

Hace un año más o menos, me encontré aturdido por la idea de ser un individuo entrelazándose en las diferentes esferas públicas para lograr completar mi visión y misión dentro de lo que se podría llamar como las élites de cultura que reorganizan el ámbito social, cultural y económico. De esto partió mi premisa y causó el desembocamiento de dos preguntas: 1) ¿quiénes son los nuevos creadores de arte en Hispanoamérica?, y 2) ¿hacia dónde apunta el nuevo foco de atención dentro de una sociedad postmoderna? Para mi suerte, se dio el caso de que en una de mis clases aprendimos un poco de las personas bautizadas bajo el término de intelectuales. Bajo este término ―y más lecturas, claro―, pude realizar una conexión que respondía a la pregunta que propuse antes. Y aunque odio responder una interrogante con otra, solo de esta forma pude hallarle sentido a mi incesante parloteo, ¿quiénes son los participantes activos dentro de la sociedad hoy en día que pueden crear piezas de arte que entiendan el entorno en el cuál vivimos? La respuesta: los mismos que trabajan dentro de este. ¿Quiénes mejor conocen el sistema y la política que los individuos que se ven envueltos en ellos sin darse cuenta como piezas sueltas de algún juego de mesa? Las únicas personas capaces de denunciar lo que sucede en una sociedad postmoderna son los mismos obreros y trabajadores que mantienen de pie toda la estructura. Pero ¿considerarlos a ellos intelectuales? ¿Protagonistas? ¿Revolucionarios? ¿Creadores? ¿Artistas? Sí, sí, sí, sí y sí. Y aquí va el por qué:

Para entender mejor de lo que estoy hablando y que no me tomen de loco, aprovecharé la libertad que se me da ―con el permiso de todos― para separar cada uno de los conceptos que traté en el párrafo pasado y al final volverlos a converger, creando lo que a un maestro le gusta llamar una imagen generadora.

Primero, tenemos a Carlos Altamirano quien nos explica en su introducción del libro La historia de los intelectuales en América Latina (2008), que los intelectuales comenzaron justo del otro lado del océano, siguiendo el rastro de un patrón «europeo-occidental», embarrado de una cultura urbanizada. Él hace hincapié en que la condición urbana es de suma importancia dentro del término, debido a que la ciudad es su espacio característico. En estos espacios fueron donde se empezaron a crear lo que ya mencionamos como las élites de cultura, grupos dentro de metrópolis culturales que desempeñaban un papel decisivo en temas como el arte, literatura, la creación de ideas e incluso el dominio de la historia política. Se podría decir que los intelectuales comenzaron como un grupo de hombres ―porque por supuesto que eran hombres― letrados, estudiosos y burgueses que desempeñaban el papel de dictadores del camino de lo que se podría considerar como lo social y cultural. Así, cuando nuestros países ingresaron ―con retraso― en el mundo moderno, las provincias de las grandes ciudades cumplieron el papel que seguían en las regiones europeas: focos de creación y prestigio de donde, al parecer, provenían todas las ideas ilustradas y estilos inspiradores para nuevas creaciones.

La idea de «ciudades ilustradas» creadoras de nuevo contenido chocó por completo con nuestra historia y camino en busca de la independencia. ¿Qué creaciones podrían ofrecer los países conquistados? ¿Qué nuevas integraciones podrían hacer al mundo moderno, elitista e intelectual? Y, sobre todo, ¿qué se podría esperar de un lugar que siempre ha estado a la sombra de una supremacía blanca salvaje? Toda esta idea se rompe a partir del segundo concepto que presento: la modernidad.

Al dejar atrás nuestra historia no se esperaba que uno tomara una posición de olvido como tal, sino una reconciliación con el pasado. El entender que la conquista es parte de todos nosotros, que forma y formó parte de todo un proceso de sanación para la creación de nuevas obras. Dejar de lado «la visión de los vencidos» fue solo la punta del iceberg para lo que se creó. Susana Zanetti (2008), toma a dos figuras que considera como los padres de la modernidad: José Martí y Rubén Darío, y quienes ayudaron a que esta corriente llegara hasta España mediante revistas y artículos. Ellos separan lo que se conocía como el privilegio del saber y lo convierten en una afirmación de la autonomía y del saber del arte.

Darío es quien opta por excluir la intelectualidad del privilegiado burgués blanco y comienza a darles voz a los artistas, quienes se preparan como verdaderos sujetos incluidos no solo en la misma lucha de las personas que representaban, sino como verdaderos individuos en una era moderna. Él menciona el verdadero saber que se encuentra en el mundo de las ideas y de ahí parte para otorgarle la debida importancia a los nuevos escritores y creadores que estaban naciendo en Hispanoamérica. El escritor se enreda en ellas, “desdeña ideas, sin ver que ellas son nuestra única manifestación […] de la existencia del árbol humano” (Darío, 1905). Con la idea de que la lengua es el jinete del pensamiento, Darío reclama la autoridad del sujeto literario y enfoca la corriente a solventar la sed subyacente que se encontraba dentro del tema de la cuestión nacional en aquel entonces. Así que no solo el modernismo ayudó a darle voz a los artistas, sino que estos mismos se convirtieron la voz del pueblo que buscaba un enfoque a la «nueva nación» creada.

De la misma forma, Rubén Darío, posiciona su discurso entre las tensiones entre la vocación y el mercado. Esa idea de que el humano trabajaba para vender y que adquiría el precio de lo que producía. Hizo de lado la visión que se tenía del artista como oficio, de aquel que crea para vender y no aquel que crea por el simple placer de crear. Gracias a esto, el ahogo de la sociedad en el pluriempleo y la rápida proliferación que empezaba a crearse, se considera que los modernistas propusieron una nueva configuración del trabajo del intelectual en Hispanoamérica. Una posición donde el empleo no estaba solo enfocado en el resultado monetario sino en su impacto en la sociedad, que empezaba ya a pintarse en el horizonte, mucho antes de la salida de la creación de Azul, en donde ya se afirmó el rol contundente del artista y, claro, sus intervenciones en las discusiones de temas donde se incluía a la sociedad y la cultura moderna.

Este paso del modernismo no solo creó una ruptura dentro del rol del artista y su posición dentro de la sociedad, sino que también creo un desbalance en otros temas interinos como lo fue en su estructura. Al ser una corriente tan característica de lo moderno ―casi postmoderno―, se dejaron de lado las reglas e ideas de las famosísimas escuelas literarias que querían poner bajo régimen este fenómeno que estaba inundando las mentes de los nuevos creadores en Hispanoamérica. Debido a su estética de libertad y su lucha por el cambio, Darío comienza a trasladar su información al público de masas donde se planeaba moldear a un lector moderno y sigue una línea burlesca donde pareciera que juega con toda la historia del intelectual pasado. Él aleja el término del arquetipo europeo y como son de burla al «empaque de los ilustrados», se incluyó en lo que consideró como el proletariado intelectual. Personajes encaminados hacia las masas, no para vender, sino ser de ellas, con la misión de compartir una nueva visión que se empezaba a crear a costas de la tonta idea de los vencidos y proponer una nueva mirada al mundo que España y Europa habían dejado atrás. Esto, de la mano con un nuevo gusto por el americanismo, creó una separación del mismo concepto, tornando al intelectual en otra cosa completamente diferente. Darío compartió la idea de los nuevos escritores en Hispanoamérica deberían ser jóvenes y así crear esta joven América que era capaz de todo. Un lugar lejos de la conquista y aquellos hombrecillos alzados de sombreros de copa, redirigiendo sus ideas hacia el problema del hombre y la tierra: los oprimidos.

Y a partir de este punto es donde se comienza a abordar el siguiente término: el proletariado. Partiendo de lo que decía Darío, parece que, con la modernidad, el valor del humano pasó a ser consecuencia de lo que produce. Tiempos modernos, traen consigo problemas modernos. Después de la revolución industrial, el hombre termina siendo sinónimo de máquina y resultados. Ante esto, Karl Marx termina considerando al proletariado como una clase auténticamente revolucionaria que es capaz de indicar o señalar las principales problemáticas dentro del sistema. Mientras tanto, otros autores como Gabriel Alférez (1975), ven a la clase obrera más como «seguidores» que siempre han carecido de iniciativa e ideas originales, atribuyéndoselo a su ―según― «natural bajo» nivel de cultura. Él tiene la idea de que los pensamientos revolucionarios no vienen de estos mismos, sino de intelectuales que se encuentran por encima de ellos quienes juegan ese papel de hacerles creer que son originales al tener tales cuestionamientos del sistema. Por un lado, Alférez, juega un poco con la imagen del proletariado intelectual, pues si bien recordamos el significado que Darío le otorga al concepto se relaciona con la idea de que este es consciente de su entorno en donde se encuentran como trabajadores dentro de un sistema careciente y deplorable. Mientras que este autor, le otorga la capacidad de pensar a aquellos que se encuentran sobre los trabajadores y ellos solo toman las ideas que estos quieren que tomen. Pero, para entender mejor la idea de un proletariado que es capaz de crear sus propias interrogantes y buscar los medios para volverse participantes activos como creadores de contenido u obras en la sociedad, es necesario adentrarnos en el concepto que une todo de vuelta: la postmodernidad.

A primera instancia, la modernidad surgió como respuesta ante la implacable búsqueda del progreso y razón, de la mano con las ideas de la teoría social del liberalismo y marxismo (Careaga, 2019). Fue el paso de una sociedad rural a una urbana, pero desde un punto de vista artístico y social fue un llamado a la necesidad de rebelarse contra el conformismo, romanticismo y clasismo. Mientras que la postmodernidad se creó debido a los malos resultados de la teoría del progreso, ya que se analizó que esta no condujo a la felicidad humana. Claramente, este término se puede entender como una explosión del mundo moderno racional que acabó como una búsqueda con el objetivo de registrar los cambios por los cuales el mundo y la sociedad se atraviesan. Así, con los años, el concepto terminó por adoptar una estética efímera, enfocada en lo trivial, popular y el consumo. Todo esto desde una mirada «destructiva», declarándole la guerra a las tradiciones sociales desde la familia hasta la religión. Lo que une estos dos conceptos expuestos son la forma de transmisión, pues, por un lado, la modernidad tenía todo que ver con la cultura de masas y un nuevo encuentro con expresión estética; mientras que la postmodernidad se basa por completo en la difusión, en lo rápido, lo efímero. Un mundo atareado necesita creaciones y formas de compartirlas más rápidas. Se puede decir que la postmodernidad junta todos los temas de los cuales habla la modernidad y los junta con los nuevos problemas sociales que los años han traído consigo. La sociedad dejó de ser un campo o esfera de reflexión social y cultural, sucumbió ante el ruido, la chatarra, lo bizarro, lo fugaz. Lo que abre paso ―finalmente―, a la discusión del principio.

Una vez aclarado todo esto es natural preguntarse: ¿entonces dónde acabamos? Y para ser honesto, después del desahogo, no sé bien dónde nos encontramos. Tenemos lo moderno y lo que le sigue, los problemas, el proletariado, el protagonismo y los nuevos creadores. Como mencioné ya antes, la postmodernidad trajo consigo nuevas problemáticas sociales. Una ruptura con la magia de lo urbano y la verdadera realización del objetivo de las maquilas, el deficiente sistema ecológico que tenemos y la recurrente ―y pronta― idea de la muerte. Después del arte, ¿qué queda? Después de un viaje así, ¿en dónde nos encontramos? Con certeza puedo opinar que no tengo ni una idea. El internet y la globalización creó un acceso fácil y rápido a millones de libros e información al alcance de nuestras manos, pero, aun así, ¿dónde quedan los artistas?, ¿los creadores?, ¿los nuevos protagonistas? Si ya no tenemos hombres con sombreros de copas, letrados y especializados hablando de temas sociales; si ahora tenemos cualquier persona privilegiada y blanca hablando de lo que ellos creen correcto o incorrecto, ¿dónde quedamos? ¿Quiénes son los intelectuales en esta época? ¿Acaso una época absurda y pretenciosa propone la idea de que todos podemos hablar de lo que sea? Bueno, para responder algunas de estas preguntas es necesario recordar un poco. Darío propone un intelectual artista, lo aleja de lo burgués y lo asimila con las masas. Él dice que presta su voz al pueblo y que es parte de este incluso. El intelectual como creador y artista debe entender a la sociedad, debe crear una crítica a través de sus obras y creaciones. El trabajo del intelectual se resume en eso: la búsqueda de algo más. Antes era una búsqueda del conocimiento, después fue una búsqueda de la libertad e identidad y ahora que nos encontramos en una época fugaz, confusa y triste, ¿qué busca? Es fácil, la respuesta simplemente es algo. Con la ruptura del embellecimiento de la ciudad, del trabajo y las masas, la postmodernidad solo busca aferrarse de algo. En un mundo donde todo va rápido y las cosas avanzan a gran velocidad, se necesita un intercambio social y cultural de la misma forma. Así es como esta vanguardia empieza a compartir creaciones. Darío habla de compartir poemas con la gente, él se refiere a prestar su voz a los segregados. Habla de un arte que alce la voz por aquellos que no pueden y por los que no son oídos. Ahora, la postmodernidad trae algo mejor consigo: la participación. En una sociedad así, rota, frágil y móvil, uno ya no puede esperar a ser representado. El hombre no tiene el tiempo entre el trabajo, el salario mínimo, su familia, el carente sector médico y el mediocre sistema educativo. Hoy en día no podemos esperar a otro Darío que alce la voz por nosotros. La postmodernidad trajo consigo el individualismo que se venía planteando desde el modernismo. El arte y la crítica ya no se encuentra en libros o revistas sociales, los llamados a levantarse en armas no se ven en los noticieros o crónicas. Hoy en día el arte y la crítica social se encuentran en todas partes: en la calle, en las escuelas, en Twitter, en Facebook, en paredes, en maquilas, en nosotros.

La vida avanza demasiado deprisa como para esperar que alguien hable por nosotros y como respuesta a este constante cambio de la vida postmoderna, los protagonistas, creadores y artistas han cambiado también. Un proletariado intelectual propone la idea de gente, hombres, mujeres, jóvenes, que luchan día a día por encontrar su lugar en un mundo globalizado. El conocimiento ya no viene de los libros ni aquellas colecciones que se hacen llamar «clásicos», no se lee más la Odisea, y en vez de eso vemos más cosas como el Popol Vuh, ya no hay nacionalismo ni existen héroes que se lanzan enredados con la bandera de México. Ahora tenemos a Don Juan que a sus cuarenta y tantos años, ha vivido mucho más que cualquiera en la frontera. Una época confusa y revuelta llama a todos a pensar. Llama a la gente a ver el arte en donde sea, a expresarse donde sea. Por eso, en vez de Azul, tenemos grafitis de Banksy, que critican a la sociedad, la política y los estratos sociales con dibujos de ratas y resorteras. Una época postmoderna deja atrás a escritores como Borges y Quiroga y propone nuevos autores como yo, como mis compañeros de aula. Se deja de lado el estereotipo de hombre blanco con rasgos eurocentristas y ahora lo que vemos en la televisión es gente como nosotros, gente real, morena, prieta, negra que existe y que es válida. Los años postmodernos son tomados como una vorágine que se traga lo que sea que se encuentra frente y lo escupe todo patas-pa’rriba, una respuesta exagerada a todo por lo que la Historia ha pasado. Se nos ha enseñado a avergonzarnos, a no creer que mi dibujo a lápiz en el banco o en la pared de salón es arte. Que gente como nosotros no tenemos oportunidad de gritar y querer cambiar. Una época postmoderna trae consigo locura. Una locura que nos hace creer que todos somos llamados a ser intelectuales, a crear crítica social y a exponer el deficiente sistema en el cual nos vemos envueltos.

Los protagonistas del arte ahora somos nosotros, el proletariado tiene la tarea de señalar y gritar las problemáticas sociales, porque ¿qué mejor que las mismas personas que sufren de estas sean quienes las señalan? ¿Quiénes van a saber más de lo que sucede que nosotros? Los que vivimos día a día las altas tarifas de los transportes públicos, la falta de atención médica, la poca eficiencia de las universidades y el horrible campo laboral que termina por devorarnos a todos. El proletariado son los nuevos intelectuales, los protagonistas, los creadores y artistas, los trabajadores de maquilas, los vendedores deambulantes, los que trabajan en el mercado, los maestros, los alumnos, los deportistas que no son apoyados, los grafiteros, los escritores en secreto. Nos hemos convertido en los nuevos pensadores y de los que depende nuestro futuro, nuestro camino e historia. Ahora bien, la pregunta es ¿por dónde empezar? No estoy seguro, pero yo al menos he escrito esto y creo que es un comienzo. Es un comienzo.


Referencias:

Alférez, G. (1975). El proletariado como protagonista de la revolución: fin de un mito. Re-

vista de estudios políticos, (204), 231-246.

Altamirano, C. (2008). Introducción general en J. Myers (Ed.), La historia de los intelectual-

les en América Latina. (I ed., Vol. I, pp. 9-28). Katz Editores

Careaga, G. (2019). Modernidad y posmodernidad. Revista mexicana de ciencias políticas y sociales, 35, 231-233.

Darío, R. (10 de diciembre de 1905). Los nuevos poetas de España: una consulta del ‘Mercure de France’. La Nación.

Zanetti, S. (2008). El modernismo y el intelectual como artista: Rubén Darío en J. Myers

(Ed.), La historia de los intelectuales en América Latina. (I ed., Vol. I, pp. 523-543). Katz Editores

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