“Aquí ponemos y asentamos la forma en que hallamos la laguna grande, como atijerada: sus olas como plata brillantes como el oro tan fragante y olorosa, donde fundamos nuestro pueblo de Tlatelulco”.
A la memoria, para no olvidar.
Nada sobre el cielo.
Y sobre la tierra,
cadáveres.
En la noche escucho la voz de cuántos pájaros, cientos. Quizás sean fantasmas, fantasmas que le cantan a las estrellas aprisionadas sobre el cielo opaco de la Unidad Habitacional de Nonoalco-Tlatelolco. Voces que llueven como llueve la laguna sobre los infinitos y laberínticos pasillos naranjas adornados de jacarandas despeinadas, pintarrajeadas de morado cuando el invierno muere y la primavera se levanta. Voces que gritan “¡no me olvides, soy tu hijo!”, “¡no me olvides, pude ser tu madre!”. Voces que huelen a tiempo petrificado, a sangre vuelta concreto, a vida tornada edificio a cuesta de todo. Pájaros fantasmas… más bien, fantasmas que son pájaros… más bien fantasmas-pájaros que son estudiantes asesinados vueltos alas y voces que no callan. Voces vueltas ecos que retumban en la ciudad nueva construida, primero, en un islote dentro de un lago, y luego, sobre los campamentos ferrocarrileros retratados fotográficamente, a través de palabras vueltas poesía en prosa, por Fernando del Paso en “José Trigo” que era, era un hombre, era un hombre de cabello encarrujado y entrecano que llegó a los llanos olvidados de Nonoalco-Tlatelolco un once de enero de un año bisiesto de hace muchos años, cuando antes de los ciento cuarenta y cinco edificios y los ochenta mil habitantes había furgones y periqueras, y ferrocarriles y bañeras de aluminio, y ferrocarrileros y sus huelgas y después de ellos estudiantes y sus huelgas, y entre ellos castillos de acero y losetas, y uniendo a ellos la represión del Estado, soldados invadiendo los llanos y el concreto, los furgones y los edificios, la libertad y la democracia. Y todo esto en Tlatelolco. Esto y más, mucho más. Al este, por ejemplo, el puente de Nonoalco-Tlatelolco, sobre la avenida insurgentes, entre la estación de metrobús Manuel González y Buenavista. Al oeste, sobre reforma, la glorieta de Peralvillo. Al norte, las vías de un tren fantasma, siempre ausente, como olvidado, sobre el Eje 2 norte. Al sur, la torre insignia, una flecha de concreto armado con ventanales de aluminio, sobre la Calzada de Nonoalco. Y en medio y por la noche, la voz de los cuántos pájaros, ecos fantasmales de estrellas extintas. Y en medio y por la tarde, la avalancha del canto alegre de los niños y las niñas que salen de sus escuelas, islotes dentro de un islote, dentro de una laguna vuelta ciudad. Y en medio y por la mañana, los organilleros girando palancas musicales que le dicen al aire y con palabras imaginadas “Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez”, y en medio y también por la mañana, después de los organilleros, los trompetistas que le susurran al aire “Pasarán más de mil años, muchos más, yo no sé si tenga amor o la eternidad, pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás sabor a mí”. Y en medio y por la madrugada, soñé con las caras que nunca vi, las historias que nunca supe, y la matanza que nunca olvidé de aquel 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, y las balas perdidas, y los cuerpos encontrados, y los zapatos olvidados como diciendo “mi vida se va, pero mi huella se queda para siempre”, y la explanada desbordándose de sangre joven, como se desbordaría un mar sin orillas, como se desbordan mis ojos de lágrimas saladas que hacen parte y viven y mueren cada vez que piso estos llanos que no son más llanos, sino llenos de elevaduras de concreto, edificios de 6, 8, 10 y 13 pisos. Aquí se respira la luna que en Tlatelolco brilla tanto como brilla la luz del sol. Y bajo el cielo y bajo las galaxias, sobre la tierra y sobre las hierbas, bajo la noche que descansa sobre la tierra, en medio y a todas horas viven las almas que recorren los pasillos naranjas, laberínticos e infinitos de la Unidad Habitacional de Nonoalco-Tlatelolco, que es adornada por las conversaciones de grillos invisibles pero omnipresentes, y por la vibración de las pisadas de hormigas diminutas e inmaculadas, almas que nos poseen a todos quienes habitamos en Tlatelolco; a quienes habitamos y a quienes nos visitan, a quienes vivimos recordando activamente a cada paso, a cada mañana, a cada tarde, a cada noche, a cada madrugada, y a quienes recuerdan visitando aquella explanada, la de la iglesia de Santiago, la de las ruinas prehispánicas, la del edificio Chihuahua, la del parricidio de México, y se quiebran y estallan en lágrimas, y suspiran ya poseídas por estas almas acuosas, por estas almas errantes, por estas almas vueltas recuerdos, vueltas cuántos pájaros, que en febrero y marzo de cualquier año implosionan y llueven y adornan las explanadas y los estacionamientos, y los parabrisas, y los parques y las plazas, y la vida en el antiguo tianguis, en forma de flores de jacaranda.
*Un pájaro vino a mi ventana y me dijo que la noche de Tlatelolco pesa como le pesan las estrellas al infinito.
*Otro pájaro se le juntó y me dijo que la vida en Tlatelolco está hecha de melancolía.
*Un tercer pájaro gritó desde el edifico de enfrente que más que de melancolía, estaba hecha de nostalgia.
*Del sur, llegando por la calzada de Nonoalco, un cuervo, cuyo apellido era Revueltas, habló con voz de maestro y dijo: está hecha de saudade.
*Un rayo tronó, abriendo el techo celeste y del cielo cayó la laguna y nos calló las bocas y los pensamientos, aquí en el montón de tierra redondeado.
*La vida en Tlatelolco está hecha de memorias, que más bien son fantasmas, pájaros florales que reverdecen cada año como juventud rebelde inmarcesible.
Hemoso, sentimientos encontrados