Mi mamá lava, limpia, cocina, recoge, tiende, acomoda, barre, trapea, dobla, plancha y todavía le da tiempo de atender la pequeña papelería que han construido justo enfrente de nuestra casa. Aparte de eso, ella puede hacer aparecer jamaica de la nada cuando le menciono que tengo ganas de un agua bien fría. De sus brazos a veces crecen jobos, los cuales se corta para dármelos porque siempre menciono que me gustan tanto. También intenta disfrazar pescados y esconderlos debajo de la mesa porque sabe que no me agradan, mucho menos sobre un plato. Hace chistes, bromea, juega, ve televisión, lleva nuestras finanzas, reza, ríe, eructa y cuando puede, finge ser militar porque creció entre hombres. Sueña con poesía y suda el río que solía pasar a un lado del pueblo y al cual se escapaba a veces cuando la mandaban a lavar la ropa de sus hermanos.
Mi mamá regaña, corrige, grita, se exalta, exclama, se enoja, se molesta, llora y sin darse cuenta, hiere a quienes la rodean. Ella dice que una vez fue jacaranda, pero que, con el tiempo, la han convertido en cactus. Yo le creo porque sus espinas no duelen tanto cuando la abrazo ni me molestan cuando me besa; también porque por las tardes cuando duerme en la sala y los rayos del sol acarician sus piernas —volviéndolas de oro—, todos los muebles de la habitación se impregnan de su olor. Un olor dulce y nostálgico, casi melancólico como versos de un poeta dejado. Versos que traen consigo todas esas lágrimas que mi mamá siendo cactus tuvo que guardar muy dentro de sí. Yo sé de esto, sé de esto muy bien, no sólo porque he sido el que más tiempo ha pasado con ella, sino porque escucho los resoplidos que lanza entre sueños —o pesadillas— cuando se encuentra cansada, los cuales me regalan una pieza más del rompecabezas de su vida.
Así fue como supe que a los cinco años ya torteaba y a los ocho ya ordeñaba. Que a esa edad ya lavaba los platos sin romperlos y que mi abuelo le había fabricado un banquito de madera para que alcanzara las parrillas de la estufa con el nogal faltante del patio. Así me enteré de que a los diez ya hacía mole y a los doce se convirtió en madre soltera de todos mis tíos y tía. De que planchaba y barría en vez de jugar con muñecas y peluches. De que recibió regaños que no le pertenecían y la empaparon lágrimas que nunca debieron ser suyas. De esta manera, Mamá nació jacaranda, pero mis tíos y abuelos la convirtieron en cactus. Poco a poco y sin ningún aviso previo, le fueron quitando uno a uno sus pétalos, así como sus sueños. Varios cayeron el día de su graduación, otros cuando se dio cuenta de que no podía ser escritora, otros más cuando mi abuelo le prohibió seguir estudiando o cuando le apagaban la luz del cuarto mientras ella hacia la tarea porque a mi tía le encandilaba. Prefería esconderse debajo de la cama con una vela y le hacía compañía hasta la madrugada a los pequeños duendecillos que saltaban de rama en rama en el naranjal que se encontraba a un lado de su ventana.
Mamá soñaba con ser niña, pero tuvo que ser una planta. Ella tuvo que probarse para que un mundo hecho hombre la validara como cactus. Empezó fingiendo que tenía espinas, pero terminó creyéndosela. Nadie le advirtió que cuando uno desea ser otra cosa, termina por cumplirse. Ella deseaba ser cactus en vez de jacaranda, pero no por gusto sino para que mis abuelos la miraran. Soñaba con ser cactus porque un mundo como éste no le daba espacio para que floreciera. Por eso, tuvo que inscribirse sola a la secundaria y le oculto a su padre que llegó a la prepa. Por eso hacía el quehacer de la casa, barría afuera sus tristezas y preocupaciones; cocinaba bocoles en donde canalizaba su ira, golpeando la masa contra la mesa; y exprimía naranjas para hacer una jarra entera de la cual no tomaba. Nunca respondió, ni pidió ayuda, aceptó todo porque ella pensaba que así era la vida. Olvidó las letras y se enfocó en los números, porque nadie respetable teje historias. Ella pensaba que, si podía sorprender a su padre, lo haría de la mejor manera: callándole la boca sin siquiera ponerle una mano encima. Nunca dijo nada, nunca pensó en quejarse o burlarse. Un día salió y al otro regresó con un título universitario en sus manos.
Mamá se hizo cactus porque fue la primera de mis tíos en titularse. A Mamá le crecieron espinas porque tenía que defenderse de las palabras que llegaban a piropearle en las calles. Mamá tuvo que aprender a no tener mucho sol, a aguantar con poca agua y a crecer en un suelo seco donde solo la pisaban. Mamá dejó de ser jacaranda porque si seguía siendo jacaranda iban a terminar por marchitarla. Por eso con el tiempo se fue acostumbrando a ser cactus y a olvidar que alguna vez fue flor. Se endureció y nunca se dio cuenta de cuándo pasó. No notó cuando se volvió verde ni áspera, ni siquiera cuando dejó de necesitar agua o cuidados. Ella creció muy rápido para asegurarse que quien la rodeara no lo hiciera. Fue madre antes de tiempo, fue cocinera sin haber estudiado gastronomía, fue niñera, fue lavandera y de vez en cuando llegaba a ser capitán.
Con el tiempo he llegado a amar a mi mamá cactus y me doy cuenta de que sus espinas duelen cada vez menos. Entiendo que no fue su culpa convertirse en esa planta, porque ella nunca hubiese dado su forma de jacaranda. Por eso ahora, aunque se siga viendo cactus, yo la veo más como jacaranda. De vez en cuando, cuando ríe suelta su aroma o sus pétalos llegan a acariciarme si es que se encuentra muy cerca de mí.
A mí me tocó conocer a mi mamá siendo cactus. Crecí aterrado. Con miedo porque no quería espinarme con ella, pero logré entender mucho después que aun con espinas ella quería abrazos y apapachos, aquellos que tanto le faltaron de cuando era niña. No comprendía que cuando alzaba la voz no era para regañarme, sino para pedir que la comprendiera. Ella nunca antes había sido planta o niña, así como yo nunca antes había sido hijo o hermano. Mamá fue madre sin saber cómo hacerlo, tuvo que aprender a costa mía, pero ahora que la entiendo mejor, me doy cuenta de que no fue su culpa.
A mí me tocó conocer a mi mamá siendo cactus, pero también me toca verla convertirse en jacaranda de nuevo. La veo siendo jacaranda cuando le pongo películas animadas y ella las ama, la siento siendo jacaranda cuando me comenta que le gustaría volver a escribir poesía. La noto siendo jacaranda cuando hace lo que ama, cuando ayuda, cuando resiste, cuando soporta y cuando lucha. A su manera ella ha logrado de ocultar sus espinas, aunque aún siguen ahí. Ya no como antes, menos puntiagudas, pero sé que poco a poco tal vez recuerde que una vez fue más que solo un cactus. Porque desde que yo me di cuenta de que era jacaranda, ahora siempre la veo de esa forma. Aunque para ser sinceros, creo que siempre la he visto así. Aún siendo cactus, siempre la vi como mi heroína, siempre la vi hermosa, risueña, soñadora y luchadora. Yo no la veo como cactus, yo no pienso que sea difícil de querer o abrazar, es solo que a veces se le olvida como ser jacaranda, pero espero estar ayudándola a recordar un poco la flor que ella un día fue. La flor que, para mí, ella siempre ha sido. La jacaranda que debió de ser desde un principio: mi madre.
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