El viaje más impactante de mi vida, por mucho, ha sido la primera vez que fui a China, hace algunos años. Había muchas cosas en juego: nunca había salido de mi país, no conocía el idioma y no sabía realmente lo que una estancia de treinta días me iba a dejar. Haberme atrevido a hacer este viaje ha sido la mejor decisión de mi vida, no solo por el clásico cliché de que “no hay nada como viajar” sino porque darle la vuelta al mundo impacta de muchísimas maneras. Aunque no necesitas coger un avión para revolucionar tu vida, hay formas para girarla sin comprar un ticket, incluso, sin dejar la comodidad de tu habitación.
“Atrévete a pensar”[1] es de las típicas frases que usamos en la filosofía, de esas, junto al “conócete a ti mismo”[2] o el “piensa luego existo”[3] con las que según muchos, al decirlas - en latín, por supuesto, que impactan más - detonan, tal catarsis existencial, el pensamiento crítico en sus oyentes. Pero nada más lejos de la realidad.
La filosofía es un viaje, pero no cargado de textos rimbombantes, ni de pensadores clásicos llenando el acervo de tu mente. Filosofar comienza cuando frente a un espejo te cuestionas quién eres. Sigues la línea reflexiva al momento de tener ese primer encuentro con la muerte de un ser querido y no entender el por qué o para qué debemos de morir. Y continúas cuestionándote cuando escuchas el famoso “¿qué quieres ser de grande?” y, sin saber probablemente las tablas de multiplicar, sueñas con convertirte en YouTuber o doctor.
Filosofas, viajas, no en las líneas de lo que alguien hace muchísimos años pensó, sino en aquellas cosas que no tienen sentido en tu interior. Filosofar sí es ese acto de conocernos pero es auténtico, al menos a mi ver, cuando nada contamina tu pensamiento. Ojo, no estoy intentando decir que los grandes clásicos ensucian tu mente, pero el acto de hacer filosofía es reflexionar, es cuestionar dentro de ti… ya después, con una maraña de ideas y más dudas que respuestas, inicia el cotejar, comparar y volverte a preguntar a la luz de aquellos que intentaron antes alumbrar esas ideas que, ¡oh sorpresa!, pensabas que eran originales y únicas.
Los viajes nos mueven. En algunas ocasiones lo hacemos por vacaciones, por contados días en los que intentamos relajarnos y salir de la rutina. En otras tantas, implican cambios permamentes. La constante es salir, dejar un lugar para conocer y encontrarte, de forma eventual o no, con algo nuevo. La filosofía nos mueve, quizá no de manera literal pero de una forma muchísimo más profunda que cimbra y marca.
Por supuesto, dicha sensación no es necesariamente permamente. Y eso forma parte de la magia de la filosofía. Nos topamos frente a una nueva idea, quizá la acojemos, tal vez la critiquemos o incluso la dechamos. En cualquiera de los casos, y siguiendo el curso normal de la persona que filosofa, tiempo después tendrás un nuevo concepto, quizá afin al anterior, quizá diamentralmente opuesto, y el ciclo se repite: tú tienes la decisión de qué hacer con ella, y sobre todo, de qué tanto abrazar o no la idea, y por cuánto tiempo.
Pero en la ecuación de idea va + idea viene = tiempo que la tengo, está el peligro del estancamiento. Muchas veces, principalmente aquellos que intentamos de cierta manera “dedicarnos” a la filosofía, rompemos la aritmética. Nos gusta tanto un pensador, y más si es del tipo Kant, Zambrano, Heidegger, Nietztche o Weil, que nos especializamos en ella o él y, lentamente y sin darnos cuenta, dejamos de viajar en la filosofía. Sí, recorremos los senderos de lo que ellas y ellos dijeron, sí, tal vez encontremos un nuevo camino, o pavimentemos otro con nuestros aportes, pero al final del día, no nos movemos.
Viajar es abrirnos a nuevos horizontes. Sí, podemos usar la trampa de “repito un viaje porque el lugar me gustó, y al volver a ir, lo miro de manera diferente”. Pero no nos engañemos, hacer un viaje, en ese sentido poético y romántico, es explorar cosas nuevas, es ver algo nunca visto, es probar comida nueva, es caminar calles nunca antes recorridas.
Hay algo importante cuando “recorremos” la filosofía. Tenemos que viajar en ella, como he dicho, y no caer en el peligro de solo hacer turismo. Michel Onfray nos dice, en Teoría del Viaje (2016), que hay una diferencia crucial entre viajar y hacer turismo: el turista planifica fríamente, anhela tanto “aprovechar” su estancia que va de un lugar a otro muchas veces sin disfrutar de verdad lo que supuestamente vio; por contraparte, el viajero contempla, se olvida del reloj y solo se deja llevar, añora el movimiento y le encanta ese sentido nómoda de ver hacia dónde lo lleva el viento.
He aquí la clave. Fácilmente, estudiantes, interesados o doctos en filosofía, pueden en ese afán de sumar conocimiento y citas por referenciar, hacer del arte del filosofar un tour, solo un recorrido para presumir. Viajemos, dejemos que nuestras preguntas sean el vehículo mediante el cuál nos movemos, sin limitarnos, sin pensar en qué tanto tiempo demoro en responder, en cuánto tengo que meditar, en la reflexión e incomodidad que esto conlleva. Hacer un viaje, físico o filosófico, es disfrutar, dejarse llevar y permitirte alterar la concepción de tu realidad.
¿Dejarás que el próximo viaje disrrumpa tu vida para siempre?
Notas
[1] Sapere aude: locución acuñada por Horacio, pero popularizada por Kant.
[2] Nosce te ipsum: aforismo inscrito en el Templo de Apolo en Delfos.
[3] Cogito ergo sum: frase de Descartes en su texto Discurso del método (1637).
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