Según Heidegger, siguiendo a Novalis, la filosofía es nostalgia, “«un impulso de estar en todas partes en casa». […] Somos, y en tanto que somos siempre estamos aguardando algo”.[1] Ya en sus raíces, la palabra entraña el hogar, implícito en el retorno a la patria (nostos), y el dolor (algos). ¿Pero qué es lo que nos lo ocasiona? ¿Por qué el recordar guarda dentro de sí el sentir, y, en este caso, el sentir dolor? Quizá lo que nos duele es saber que nada permanece, que nada es para siempre. ¿Y el hogar? El hogar, así, se convierte también en puro devenir, familiaridad pasajera, contingencia total. Pero no es —como todo aquel que haya sentido nostalgia alguna vez quizá pueda corroborar— un dolor que hiere, sino más bien un dolor sereno que lleva a la introspección, al meditar, al sabor dulce de la melancolía azul.
Allí están el extrañar y el anhelo. El dicho popular «recordar es vivir» cobra su sentido más profundo cuando todo nuestro ser es arrastrado por las olas de la remembranza para volver a sentir tal o cual vivencia. Así entonces encontramos al amor (filos) y a la sabiduría (sophia), entrelazadas por la temporalidad que nos obliga a sentir, por la pasión del existir. El mismo Heidegger atisbó muy bien la radicalidad de esta nuestra condición afectiva: “El hecho de que los sentimientos puedan trastrocarse y enturbiarse sólo dice que el “ser ahí” [podríamos decir, para no meternos en mayores complicaciones, nosotros mismos] es en cada caso ya siempre en un estado de ánimo”.[2]
[Suena Gymnopédie No. 1 de Satie]
A decir verdad, balbuceo. Balbuceo al intentar fallidamente ordenar mis pensamientos para lograr explicar con palabras lo que siento: extraño mi ciudad. Pero no extraño esa ciudad dibujada por obeliscos de metal y cal, inerte, sin vida; no extraño el asfalto incoloro ni las luces del semáforo. Extraño mi ciudad, esa que fue mía no porque fuese algo de mi propiedad, sino porque en ella desplegué muchas veces mi ser y poco a poco la hice parte de mí sin darme cuenta. Muchas preguntas podrían venir a cuento: ¿Qué es la ciudad? ¿Qué configura, qué hace a una ciudad? ¿Qué significa ser un ciudadano? Preguntas que, si usted me lo permite, prefiero tan sólo dejar anotadas para continuar este «ensayo» que, al configurarse como narración, quizá, podría llegar a llamar crónica de un sentimiento. ¿Y cuál sentimiento? El de la nostalgia.
Ella me había regalado un libro dos días antes y ese domingo debía presentar un examen de admisión para una universidad.
La acompañé, la esperé en un parque y aproveché para leer. Siempre he disfrutado leer cuando debo «matar el tiempo»; así, por ejemplo, se llegó a convertir en un hábito mío leer debajo del reloj del Metro, sentado en alguna banca de la calle o con mi hombro recargado en un poste de luz: es que en esos momentos confluyen la realidad y la ficción y las personas que caminan frente a mí y los autos que avanzan y se detienen y el subterráneo monstruo naranja que expulsa a algunas personas para tragarse a otras y expulsarlas más adelante; todas esas cosas que contrastan con la estaticidad de las letras y que, en ese lapsus de conciencia, en ese instante en el que me percato de ello, repentinamente revelan tintes de magia en la ciudad, frente a los cuales los conjuros narrativos contenidos en el libro terminan por ser lo ordinario.
Fuimos al cine. Desde que tengo memoria disfruto plenamente ver películas; y aunque he llegado a conjeturar algunas ideas que podrían responder al porqué de ese gusto intenso por el séptimo arte, una de las que más resuena en mí, y que creo poder extrapolar a la ciudad, es esta: las películas son un refugio. En medio de tanto caos, de tanto drama y tanta tragedia, en un rincón oscuro de la ciudad un conjunto de personas, la mayoría desconocidas entre sí, se permite ser vulnerable frente a las demás por una o dos horas, generalmente, y olvidarse de todo lo que hay allá afuera. ¿Y qué hay allá afuera? Una respuesta veloz podría precipitarse a decir: «La ciudad»; pero, aunque en algún sentido es eso cierto, la fugacidad de quien responde así pasaría de largo el hecho de que el cine también es parte de la ciudad, también la conforma y la hace ser lo que es, y lo mismo sucede con las bibliotecas, con los museos, con los cafés, con los parques, ¡caray! ¡Hasta con las plazas comerciales! Pero no precisamente por los lugares en sí, sino por las personas que los habitan.
Es que no nos damos cuenta; la circunstancia de nuestro día con día muchas veces nos impide darnos cuenta, pero vista en retrospectiva… ah… todos sus detalles cobran vida. Por ejemplo, en una ocasión visité con una amiga una exposición sobre Kandinsky; por aquel entonces ella me gustaba, y, en medio de todo el ruido, Bellas Artes fue testigo del silencio que callaba lo que sentía mi corazón. O cómo olvidar las pláticas de café y cigarro que tenía con Molina, esas que me devolvían siempre al goce de charlar con ella antes de realizar un examen final, y en las que la conversación era tan humana que verdaderamente me sentía escuchado (y las calles del norte y del sur saben que no miento). Un parque apacible y escondido en la Condesa, a donde una vez cada muchos meses íbamos Ana y yo luego de comer, para platicar y reír. La Cineteca Nacional, cuyo recuerdo me sabe a gomitas y a helado de cereza; el viaje en Metro, tan espantoso como catártico, en el que, a pesar de todo, uno podía aprovechar para hacer tareas o para dormir las horas que la madrugada le había arrebatado; las calles de Coyoacán, con sus ecos nocturnos de bohemia y amistad; la Biblioteca Vasconcelos y la Biblioteca Central, ambas guardianes de mundos fantásticos y océanos etéreos que como santuarios ofrecen al peregrino una posada de sabiduría.
Lo que intento decir es que no se extrañan los edificios, el asfalto o el metal: se extraña lo vivido, y la ciudad, así, a la luz de los recuerdos, se nos des-vela como vida, como esa vida que cada uno ha vivido en ella. Porque la ciudad es todas esas cosas extraordinarias y asombrosas que el ritmo acelerado propio de la cotidianidad urbana muchas veces no nos permite atisbar como tales: esas charlas, esas pasiones, esas risas… y, con todo —no se nos olvide—, necesariamente también esos horrores, esas pesadillas, las angustias y los dolores. (La nostalgia también aparece cuando uno piensa en aquello que no ocurrió, pero pudo haber sucedido.)
Pienso en todo esto en medio de la pandemia, y me sorprende darme cuenta de cuántas veces pasó desapercibido frente a mí. Es que la verdadera magia brota de todas esas cosas que no tomamos ya en cuenta porque nos son en extremo cotidianas.
Como mencioné antes, quizá podría decir que esta es la crónica de un sentimiento, si bien está constituida por distintos momentos y lugares que, aunque al ser relatados de esta manera no conforman una temporalidad lineal, permiten evocar, creo, esas vivencias de las que ya he hablado; crónica que revela el diagnóstico del proceso de la génesis esporádica de una resonancia de mi alma. No es que la ciudad se convirtiese en mi hogar: es que al ser yo mismo mi propio hogar, la ciudad ciertamente llegó a transformarse en gran parte de mi horizonte de despliegue vital, ese que reúne y abarca las situaciones y las circunstancias experimentadas en, desde y gracias a ella. ¿Y cuántas memorias escondidas no nos salen al paso tras pensarla así?
Los síntomas: Recordar los paseos que daba con mi hermano por la Alameda Central; las salidas nocturnas que realicé con mi roomie en Miguel Ángel de Quevedo; los besos que dejé en Parque Hundido y en Avenida Montevideo; las visitas que realicé con mi familia a los Viveros. En fin, recordar los diversos lugares de la Ciudad de México que, sin que lo notara, trazaron un mapa en mi corazón.
El diagnóstico: Nostalgia de ciudad.
Bibliografía
Heidegger, Martin, Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad. Trad. Alberto Ciria. Madrid: Alianza, 2007.
_______________, El ser y el tiempo. Trad. José Gaos, México: FCE, 2018.
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