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Francisco Payán

Notas de una fantasía dirigida


Si el viaje representa una tentativa de renuncia al hartazgo de la cotidianidad, búsqueda constante de la otredad o fuente de exploración connatural en el ser humano; existen periplos que no requieren cientos de kilómetros para situar nuestra humanidad en alguna latitud imaginada, y con ello, sentir que somos parte de algo más. Encuentro en la música una posibilidad. Bien mencionara Eusebio Ruvalcaba “Porque la música provoca un consuelo, un alivio, incluso a los hombres más ineducados u obtusos”.

La música, ese placer que nos habita en el alma, se vislumbra como costa alcanzable en el horizonte de nuestros días. Arribamos a ella en los instantes intermedios del trajín diario para llenar los vacíos que nos embargan. La música lo transforma a uno y quien diga lo contrario es un desdichado.

Para aquellos que conocen y disfrutan del placer de musicalizar su existencia, saben bien, que podemos, desde el desdoblamiento acompañado: transitar nuestro presente; la historia de nuestras andanzas; las malditas zozobras; las alegrías; los sueños; hasta llegar a estados de frenesí y arrebato delirante. Dar rienda suelta a nuestros pensamientos más íntimos, mirarlos de frente y convivir en la mesa con ellos.


3 de octubre del 2018

Son las 7:30 de la noche. Las puertas del Plaza Condesa están abiertas de par en par para recibir a parvadas de extraños que han regurgitado por las cloacas de esta ciudad. Como encantado por el sonido indescifrable del el flautista de Hamelín, me encamino de la mano de Adriana por la avenida Nuevo León. Las vestimentas estrafalarias pululan por doquier; los puestos de perros calientes ladran por la avenida reclamando nuestra atención y su derecho a existir; tendetes de souvenirs regados como nacimientos por aquí y por allá “llévele, llévele jefe: la playera, la taza, la pulsera, el vaso, el prendedor para la damita”. Siempre me ha parecido extraordinario de dónde sacan tanta chingadera al vapor. Los conciertos conjugan voluntades. El rumor del viento me llega pleno, acompañado de la alfombra negra que es la noche. Otoño y sus inenarrables recovecos. Comienza a lloviznar.

Decidimos esperar a contraesquina del recinto unos minutos más lejos del barullo. Enciendo un cigarro, recuerdo a mi padre. La mirada de A se encuentra con la mía para acentuar nuestro nerviosismo, lo sabemos. No son nuestros rumbos, ni conocemos el mentado Plaza Condesa, pero esta noche, hacemos la pases con nuestros prejuicios por conveniencia. Sé que no saldremos ilesos de este viaje.

El frengers tocó a mi puerta por allá de los años dos mil en un cd quemado que me regaló mi compa Ernesto, siempre dispuesto a compartir sus perplejidades y gustos musicales. Aún conservo el presente de aquella tarde en mi librero “Chécalo carnal, un madrazo de a libra”. Gracias por ello mi Neto y por el resto.

A partir de ahí Mew y su trabajo inefable ha sido compañero sonoro en mi vida. A diferencia de la literatura que requiere de disciplina, horas nalga y concentración, la música de estos daneses no requiere de lo uno ni de lo otro, porque así lo siento. Simplemente es dejarse seducir por su encanto para descubrir nuevas posibilidades de percibir e interactuar con la realidad.


El viaje

Estamos ubicados en el segundo nivel del lugar, un par de cervezas nos refrescan. Abajo, el tumulto de asistentes combinado con la tenue iluminación en el recinto, y las paredes que emulan un panal de abejas a punto de ebullición, provocan un oleaje de sensaciones indescifrables. Adriana mira a su alrededor llevándose sus impresiones que mañana serán sus recuerdos, la observo a detalle, me gusta. Esto será parte de mis recuerdos. Como caballeros de la noche, las siluetas danesas se hacen presentes en el escenario minutos después. Tomo con fuerza la mano de A, el momento ha llegado. Los primeros acordes a manera de fantasía dirigida inundan la atmósfera desde la fragilidad de Jonas Bjerre. El público se entrega sin reservas a repeaterbeater. Soy parte de un experimento angelical y perverso, lo sé, siempre me pasa con Mew. Me dejo llevar.

Grito de emoción. Las imágenes llegan de golpe: me veo en Xalapa, en la latino, jugando futbol en la Normal Veracruzana. Me veo con mis padres y hermanos. Me veo caminando por Enríquez, por Ávila Camacho. Me veo con mis amigos en las campales de Basalto 18. Me veo en casa de Roberto elucubrando el mundo. Me veo mirando las lucecitas en los cerros a la distancia con chicho desde Calzada del hueso. Me veo enamorado y hecho pomada también. Estoy viajando. Me siento parte de todo y nada. Me entrego.

La banda fluye como una droga de diseño en la plaza condechi, celebran 15 años de su tercer álbum. Transmiten su agradecimiento en cada rola al ver que desde el otro lado del globo, existimos seres que disfrutan de su arte y ensoñación. La música es un todo terreno, todo lo abarca, todo lo atraviesa. Así de simple. La música es un Dios palpable.

No mencionaré el estilo, los acordes, el riff, la discografía, el setlist, el momento cumbre, las influencias y toda esa melcocha que hace sentir docto a cualquier ego torcido que pulula en las redes. No tengo fotos ni videos de aquella noche, porque no me interesa. Sólo conservo mi sensibilidad al servicio del arte.

Salimos del concierto como monjes tibetanos. Nos dirigimos hacia el Parque España. Quise aventurarme en la oscuridad de su bosque para seguir en trance. No fue posible. En casa nos esperaba un ron para continuar el viaje en pareja.



Sobre el autor:

Francisco Payán

Escribe para acompañar el ocio. Se gana la vida trabajando en el sector privado. Para afrontar el mundo se declara ronero profesional, acompañado de libros, música y algunos amigos.


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