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Notas silenciadas

Diana Sofía Lili Carrillo

Leer con esta canción de fondo

Mis primeros recuerdos siempre están teñidos de tristeza y de una mezcla confusa de sonidos: las canciones que papá tocaba en el clavicordio, las suaves melodías de mamá, y los llantos, llantos constantes que parecían llenar toda la casa. –Mamá, ¿por qué lloras tanto? –, le pregunté una vez, cuando aún no entendía del todo.


Yo tenía apenas unos cuatro años, pero ya sabía que algo no estaba bien. La casa era grande, pero se sentía vacía, demasiado vacía. Ella me miraba y me sonreía, esa sonrisa triste que me rompía el corazón sin saber por qué. – Oh, mi pequeña Nannerl...”-- murmuraba mientras me acariciaba el cabello. – Es solo que... He perdido a muchos. Pero tú eres fuerte. Tú te quedaste conmigo.–


– Mamá, ¿dónde están los bebés? – , le preguntaba, porque los recordaba vagamente, pero de ellos no quedaba más que el eco de sus llantos. – Ya no están, mi amor–, me decía mientras me acariciaba el cabello. A veces lloraba en silencio, y yo no entendía por qué.


Papá, en cambio, era distinto. Nunca lo vi llorar. Él siempre tenía una sonrisa para mí, me alzaba en brazos y me sentaba junto a él en el clavicordio. – Ven, Nannerl, toca conmigo –, decía con alegría. Sus manos se movían con destreza, y luego, me dejaba tocar a mí. Golpeaba las teclas sin sentido, incluso con los pies, pero papá reía y decía que yo tenía mucho talento. Lo veía tocar el clavicordio durante horas, y a veces, en sus notas más alegres, podía escuchar un dejo de tristeza.


Mamá me cuidaba de todo, demasiado a veces. Me envolvía en sus brazos como si temiera que algo malo me pasara. “Nannerl, no corras tan rápido", "Ten cuidado", "No te subas ahí", siempre me advertía, y si yo no obedecía, me tocaba un fuerte regaño.


Un día su panza comenzó a crecer de nuevo, y al principio no le presté mucha atención. Después de todo, no era la primera vez que eso pasaba. Pero esta vez fue diferente. Había una luz en los ojos de mamá, una esperanza que no había visto antes. – Este bebé va a quedarse –, decía, como si se lo repitiera a sí misma para convencerse.


Cuando Amadeus nació, algo en la casa cambió. Al principio era sólo otro bebé, otro llanto que llenaba las noches, pero este bebé era diferente. Él no desapareció. Cada día que pasaba, mi hermano seguía allí, balbuceando, moviéndose sin parar, y haciéndome cada día más feliz.


Recuerdo preguntarle a papá: – ¿Este bebé se va a quedar, papá? – Él me miró con esa sonrisa que siempre llevaba, pero esta vez fue distinta. – Sí, Nannerl. Amadeus ha llegado para quedarse –.


Los días pasaron y nuestra casa, que antes parecía tan vacía, se llenó de vida. Mientras que papá tocaba el clavicordio más que nunca, y ahora, sus melodías no eran tristes, sino llenas de esperanza. Yo me acercaba y él me dejaba tocar las teclas junto a él, me sentía orgullosa que ya sabía un poco cómo hacer que algunas cosas sonaran bien y otras no. Lo descubrí gracias a que Amadeus se reía en su cuna mientras nos veía.


Y así pasaron los años, yo me iba enamorando cada vez más de la música, e intentaba que mi hermano se enamorará tanto como yo. Lo sentaba conmigo en el clavicordio e intentaba explicarle cómo hacer melodías lindas, pero ahora él era quien tocaba con los pies mientras se reía de que seguramente notaba mis caras de desesperación.


Un día mientras repetíamos esa dinámica, noté que papá nos estaba viendo en el umbral de la puerta. – Es momento de que ambos empiecen a aprender –, dijo mientras yo seguía imaginando que mi hermano algún día tocaría con las manos. – La música es lo que mantendrá a esta familia viva. Amadeus y tú llevarán mi apellido a lugares donde yo nunca imaginé llegar. Es momento de que comience a enseñarles lo que es la música de verdad–.


Y así, fue como el momento más feliz de mi vida y a la vez mi futura desgracia comenzó.


Papá no perdía un solo momento para enseñarnos algo nuevo. Cada mañana, después de las lecciones básicas de lectura y escritura, nos sentábamos en el clavicordio mientras me decía – Así, Nannerl. Ve más despacio, siente la música antes de tocarla –.


A menudo, Amadeus se levantaba tambaleante y trataba de imitar mis movimientos, golpeando las teclas con sus pequeñas manos, creando un caos de notas desordenadas. Papá reía, y yo también.


Pero, a medida que Amadeus crecía, quería tocar, quería aprender. Y yo, como su hermana mayor, me sentí orgullosa de enseñarle lo que sabía. Le mostraba las melodías simples que papá me había enseñado primero, y veía cómo sus pequeños dedos se movían con una destreza inusual para su edad.


– ¡Mira, Nannerl! ¡Lo hice! – decía él, con esa sonrisa llena de emoción. Su amor por la música crecía cada día, y la verdad, verlo avanzar tan rápido me llenaba de orgullo.


Juntos pasábamos horas componiendo pequeñas piezas. Le enseñé a escribir sus primeras notas, y aunque a veces me costaba seguir el ritmo de su energía, disfrutaba de cada momento a su lado. Nuestra relación era tan cercana que, a veces, parecía que la música nos hablaba solo a nosotros. Las primeras obras que componía las revisábamos juntos, él preguntaba, yo le corregía, y siempre había risas de por medio.


Recuerdo cuando papá decidió llevarnos de gira por primera vez. Amadeus tenía seis años y yo once. Viajamos por ciudades que jamás imaginé conocer, y cada vez que tocábamos en una nueva corte, la gente de la realeza nos aplaudía con entusiasmo. Nos trataban como prodigios, y papá nos miraba con orgullo.


Una de las giras más memorables fue la que hicimos a la corte de Austria. Ese concierto fue algo que jamás olvidaré. Amadeus y yo tocamos a la perfección, y los nobles nos miraban con asombro, como si no pudieran creer lo que escuchaban. "¡Son niños!", escuché a una dama murmurar.


Tras ese concierto, las cosas empezaron a cambiar lentamente. – Papá, ¿puedo tocar yo ahora? – le preguntaba a veces, pero él siempre tenía una excusa. Amadeus destacaba cada vez más y papá comenzó a concentrarse en él. Yo lo noté, aunque al principio trataba de no darle importancia.


– Espera un poco, Nannerl. Es importante que Amadeus practique este pasaje –, respondía. Y así, mis dedos comenzaron a quedarse más tiempo quietos sobre el clavicordio, mientras veía a mi hermano avanzar cada vez más.


Pasó el tiempo y mis padres ponían más atención en cosas que yo hacía o dejaba de hacer que no me habían dicho antes. “Una señorita no debe sentarse de esa manera”. “Cuida la forma en la que hablas cuándo te dirijas a tu hermano, recuerda que él es hombre”. Comentarios que me molestaban y me hacían preguntarme cuál era mi lugar en la familia.


Pero mientras eso pasaba, Amadeus me seguía mostrando sus ideas, y me pedía que tocara sus composiciones. Él siempre decía que las hacía para mí. –Puede que papá no quiera que toques, pero yo lo necesito. Sin tus consejos no sé hacia donde ir con mi música. Si a ti te gusta, le va a gustar a todos –. Estos comentarios me hacían sentir viva en un mar de incertidumbre. Saber que la música me unía tanto con Amadeus me llenaba de alegría. Incluso le pedía que tocara algunas de mis composiciones y dijera que eran de él, ya que yo sentía que no había un lugar para mi en el banco del clavicordio.


Un día papá, sin previo aviso, me llamó para tener una conversación. Mamá también estaba allí, sentada junto a él, con la mirada baja. – Nannerl –, comenzó papá, con un tono que nunca había escuchado antes. – Es hora de que te prepares para algo más en la vida –. Lo miré, sin comprender. ¿Qué podría ser más importante que la música? – Pronto vas a tener que dejar de lado las giras y las lecciones. Es momento de que empieces a pensar en tu futuro... en formar una familia –.


No podía creer lo que estaba escuchando. – ¿Dejar la música? –, pregunté, como si esas palabras no pudieran ser reales. – Sí –, dijo papá, firme. – Tu hermano tiene un gran futuro en la música, pero tú debes prepararte para lo que te espera como mujer. Debes aprender a ser una buena esposa y madre –.


Miré a mi hermano, que seguía practicando al otro lado de la habitación, ajeno a la conversación. A él no le pedirían que dejara la música. A él le esperaban grandes cosas. Yo, en cambio, debía renunciar a todo lo que amaba.


Y ahí supe que mi vida, tal como la había conocido hasta entonces, iba a cambiar para siempre.


El día de mi boda fue como un sueño, uno tranquilo y agradable, aunque distinto a todo lo que había imaginado. Encontré en Johann a un hombre amable, paciente y cariñoso, un buen esposo y padre para mis hijos. No podría haber pedido más en una vida lejos de los escenarios y de la música, aunque una parte de mí sintiera que algo faltaba. A veces, por las noches, después de que los niños se dormían y la casa quedaba en silencio, un vacío me envolvía, como si todo ese espacio estuviera lleno de recuerdos que no podía borrar.


Mis hijos se convirtieron en mi nueva alegría. Amaba sus risas, su manera de descubrir el mundo, y nunca dudé en darles todo el amor que tenía dentro. Pero a la música, esa que una vez llenó mis días y noches, la mantuve a raya. Sabía que sería fácil enseñarles, que les encantaría, pero no podía soportar la idea de verles dedicar sus vidas a algo que yo misma había perdido. Era más sencillo así, alejarlos de ese mundo.


Mientras pasaba el tiempo, me iba llenando de los pequeños detalles de la vida en familia, las cartas de mi hermano me llegaban de todas partes de Europa. Abría cada sobre con manos temblorosas y una mezcla de alegría y dolor. La primera me llegó una mañana en que los niños jugaban en el patio.


– Querida Nannerl –, comenzaba, – no sabes cuánta emoción siento al escribirte desde aquí. Viena es magnífica, y ayer tuve el honor de tocar en el palacio de Schönbrunn. ¡No creerías lo grande que es! Aplausos, querida hermana, como jamás he escuchado. Es como si estuviera en otro mundo. Tú también deberías estar aquí, tocando conmigo –.


Yo le respondía como siempre, con palabras alegres que le llenaran de ánimos. – ¡Querido Amadeus! Cuánto me alegra escuchar que tu talento es tan apreciado como siempre supe que sería. No hay duda de que todos allá en Viena saben cuánto vales. Aquí todo sigue igual; la vida es tranquila, y los niños crecen rápido. ¡Ojalá puedas venir pronto a vernos! –.


No me atreví a escribirle que en mis noches más silenciosas me llegaba el eco de las melodías que tocábamos juntos, y que a veces, cuando me quedaba sola, deslizaba mis dedos en el piano con miedo a recordar todo lo que había perdido.


Pasaron los años, y con ellos llegaron nuevas cartas, cada una más entusiasta que la anterior. Mi hermano había logrado conquistar la admiración de muchos, y aunque me sentía orgullosa de él, cada carta me recordaba lo lejos que estaba yo de ese sueño que compartimos de niños. Él nunca dejaba de enviarme noticias de sus éxitos, y yo seguía contestándole sin mostrar mi tristeza, sin permitir que él, tan lejos y tan rodeado de gloria, supiera de mi pena.


– Querida Nannerl – decía una de sus últimas cartas, – he terminado mi nueva sinfonía, y esta vez será presentada ante una audiencia enorme. Estoy muy nervioso, ¡pero tengo fe en que gustará! Sigo deseando que estuvieras aquí para escucharla conmigo y que me dieras tu opinión. A veces siento muchas dudas sin tus consejos. ¡Te extraño! –


Aquella carta en particular me hizo llorar en silencio esa noche. – Qué dulce que siempre piense en mí –, pero al mismo tiempo sentí como se quebraba algo dentro de mí, una sensación amarga, de esas que jamás puedes explicar.


– Querido hermano –, le respondí, – tu nueva sinfonía será hermosa, no tengo dudas. Cuánto quisiera escucharla... tal vez un día pueda escaparme de este mundo lleno de pañales, de risas de niños y de obligaciones que me mantienen aquí. Pero, por ahora, te envío toda la suerte del mundo, hermanito. Estoy contigo en cada nota –.


A pesar de los años y la distancia, nunca dejé de quererle. Nunca. Aunque su éxito me recordaba la vida que tuve que abandonar, él seguía siendo mi querido hermano, ese niño que se sentaba a mi lado para aprender a tocar.


Un día, sin embargo, todo cambió. Recibí una carta, pero esta vez no era Amadeus quien escribía. El corazón me dio un vuelco, y me quedé mirando el papel sin comprender.


– Querida Nannerl, Amadeus está en Viena, pero no está bien. La enfermedad lo tiene postrado en cama. No sabemos cómo ni cuándo mejorará. Por favor, ven a verlo, si puedes –. Sin saber aún cómo, empecé a preparar mis cosas. El tiempo de los silencios, de las cartas lejanas y de las despedidas había terminado. Debía estar con él.


– Nannerl... – me dijo, apenas levantando la voz. Su sonrisa era leve, pero sincera. – Sabía que vendrías –. Al llegar, lo encontré postrado en la cama, pálido y débil, pero con la chispa de siempre en sus ojos. Ese brillo era lo único que no se había apagado. Me acerqué y tomé su mano, sintiéndola fría y temblorosa. –¿Cómo podría no hacerlo? Soy tu hermana, Amadeus. Estoy aquí para lo que necesites –.


Pasamos días juntos, recordando nuestras giras, los aplausos y las tardes frente al clavicordio en casa de papá. Pero entre cada risa, había un silencio pesado, lleno de lo que ninguno de los dos quería decir: el tiempo se estaba acabando.


– Nannerl, aún no puedo morir. ¡Hay tantas ideas en mi cabeza, tantas notas que todavía no he escrito! Siento como si mi música quedara incompleta, como si me robaran algo –. Sus palabras me partieron el alma. Lo abracé, deseando que mi fuerza pudiera ser suya. Pero sabía que no había nada que pudiera hacer para detener lo inevitable.


Amadeus exhaló su último aliento en una noche fría, mientras yo permanecía junto a él, aferrando su mano temblorosa. Sus labios murmuraban las notas del Lacrimosa, la obra que nunca pudo terminar, y en mi mente resonaba esa música trágica, como si el propio cielo la estuviera interpretando para despedirlo. Su mirada se perdió en el techo, y entonces, en un instante que pareció eterno, su cuerpo se relajó, dejando tras de sí un vacío imposible de llenar. Me quedé allí, inmóvil, escuchando el eco de sus notas en mi alma. Caí de rodillas junto a su cama, sintiendo el peso de su partida. No era solo mi hermano; era una parte de mí que se iba con él.


Regresé a casa con un peso en el pecho que parecía imposible de cargar. Pensé que nunca volvería a tocar una nota sin que me doliera. Pero entonces, un día, encontré una de sus partituras olvidadas entre las cosas que había traído conmigo. Al verla, los recuerdos de nuestra infancia inundaron mi mente, las risas, los pequeños errores al aprender una pieza nueva, y la emoción de crear música juntos.


Decidí sentarme al piano, y por primera vez en años, sentí que la música no solo traía dolor, sino también consuelo. Recordé las palabras de mi hermano y comprendí algo importante: su música era más que él, más que yo; era el legado de los Mozart.


Ese día, llamé a mis hijas y las senté frente al piano. – Hoy quiero enseñarles algo especial –, les dije. – Vamos a aprender las obras de su tío Amadeus –. Al verlas tocar las primeras notas, sentí algo que no había sentido en años: esperanza. No solo por ellas, sino también por mí. La música había vuelto a casa, no como un recuerdo doloroso, sino como un puente hacia algo más grande.


Cuidar el legado de Wolfgang Amadeus Mozart se convirtió en mi propósito. No solo por él, sino por nuestra familia, por papá, por mamá, por todos los que habían puesto su alma en cada melodía. Ahora sabía que mi historia no era solo la de una mujer que dejó de tocar, sino la de alguien que encontró su voz nuevamente a través de las manos de las generaciones que vendrían.


Porque, al final, la música de los Mozart no moriría. Viviría en cada acorde, en cada nota, y en cada corazón que se atreviera a escucharla.

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