Para hablar de la Ciudad de México hay bastantes libros representativos y muy importantes. No puedo dejar aquí de señalar el caso de Roberto Bolaño y Los Detectives Salvajes, Ángeles Mastretta con Arráncame la vida, o el caso de Rafael Pérez Gay con sus cuentos contenidos en Me Perderé Contigo. Todos estos libros tienen en común que el escenario en el que se desenvuelven es la Ciudad, pero una focalizada en zonas muy bien ubicadas para su momento en el tiempo. Por ejemplo, en Me Perderé Contigo, leemos casos de clase media ubicada en la Condesa y que visita restaurantes caros en la zona rosa. Con Arráncame la vida, encontramos situaciones similares pero desde la cúpula gobernante, no es raro encontrarnos con Bellas Artes y fiestas en zonas exclusivas. Quizá en Los Detectives Salvajes es en donde podemos ubicar un poco más la ciudad con sus zonas peligrosas y bares en Bucareli, pero la novela tiende a concentrarse en lugares como la Roma.
Aunque todo lo señalado no demerita el impacto de las obras, sí nos haría pensar en una Ciudad de México muy reducida (a veces me gusta pensar en qué hubiera pasado si Bolaño llegaba a lugares como en el que vivo yo, aquí en Iztapalapa e Iztacalco. A qué se habría enfrentado. Ya ni qué decir de si se paseaba en la zona conurbada, como las nacientes Neza y Chimalhuacán).
Estas novelas limitadas en su espacio, no nos dan una visión más amplia de ese monstruo gigante y enorme que puede comerse a quien sea. Claro, eso no está mal. Quizá jamás fuera ese su objetivo.
Por suerte, la literatura nos brinda muchos otros ejemplos de novelas con este propósito. Uno que me llama mucho la atención es Ojerosa y Pintada de Agustín Yáñez. La trama puede reducirse sencillamente a un taxista llevando pasajeros de diversa clase social a distintos puntos de la Ciudad. Con esto podemos conocer el entorno urbano que se encuentra en crecimiento, pero esto no hace justicia a lo increíble de la novela.
Lo que más interesa, es que a través de los viajes de este taxista y los diálogos que sostienen los pasajeros, podemos conocer las aventuras y peripecias por las que pasaban los habitantes de ese México que se nos fue. Desde prostitutas y estudiantes, hasta comerciantes y clases altas venidas a menos. Cada diálogo encierra en sí una pequeña historia de tristezas, esperanzas y descontentos, en la cual el taxista es participe silencioso, por el cual escuchamos todo eso.
De la misma forma, cada traslado que realiza el chofer es una oportunidad para encontrarnos con zonas de la Ciudad que conocemos bien, o quizá no del todo. Los viajes son precisos en función de los pasajeros y la clase social a la que pertenecen, así como sus oficios. Por ejemplo, está el caso de un par de estudiantes preparatorianos (cuando el nivel bachillerato de la UNAM todavía se encontraba en San Ildefonso) con quienes podemos conocer un trayecto por las calles del centro histórico hasta llegar a Zócalo. Igualmente podemos conocer sus inquietudes sobre las materias, a dónde se iban de pinta y cómo era que ¨ligaban” en esas épocas. Tenemos otros pasajeros interesantes, una familia porfiriana venida a menos con la Revolución, la cual nos lleva por las calles de la Roma y la Juárez. También está el caso de los desgraciados, esos que en vez de estudiar están destinados a los trabajos más pesados para ser el sostén de sus familias, esos que van de las zonas industriales a colonias como la Peralvillo o Tepito.
Se pasa por zonas casi rurales como Iztapalapa o Azcapotzalco, en las que la ciudad no había penetrado aún de la forma en que lo hizo y era posible disfrutar su lejanía, la que más bien nos describe lo que la Ciudad era para ese entonces:
el coche avanza unos metros bajo los árboles corpulentos que bordean la calzada. El hombre necesita bajar, dar unos pasos, levantar al cielo la cara, el espectáculo de las estrellas le sorprende. Resplandecientes. Cuán pocas veces puede recrearse contemplándolas, respirar el aire húmedo de la noche, libre del volante, sin el eclipse del alumbrado, sin el amago insufrible de los semáforos, lejos del ruido infernal del tránsito, de los ruidos mecánicos, de los gritos exacerbados de la muchedumbre. Respira profundamente la paz de la calzada. Se recrea en el sereno brillo de las estrellas, como si él, ahora, las inventara.[1]
Tal vez un taxista sea la persona más indicada para hablarnos de la Ciudad y sus calles, ellos la atraviesan de abajo – arriba, de un lado a otro, no como lo hacen los choferes de microbús, ¿ellos prestan atención a lo que decimos?
Me gustaría agregar aquí una pequeña anécdota. En uno de esos viajes que realizaba en taxi y en la discusión con el chofer, éste remató con lo siguiente: “La Ciudad ya no es como la conocí, ya es un monstruo. Se agranda cada día, ya no cabemos por aquí [Se refiere a la zona periférica de Iztapalapa]. Si no alcanzas lugar por estas colonias, la misma Ciudad te traga y te escupe a las orillas”. ¿Cómo sería la obra de Yáñez si la Ciudad de México con la que se enfrentó se pareciera más a la que nosotrxs padecemos?
Por más que quisiera seguir escribiendo, pararé aquí. Todo con tal de no hacer una mala reseña de esas en las que se cuenta de más, aunque creo que ya lo hice. Sólo una última recomendación, para leer esta novela le hará falta un mapa de la Ciudad, esto con el fin de que no se pierda en sus numerosas calles llenas de historias.
Bibliografía
Yáñez Agustín, Pintada y Ojerosa (México, Joaquín Mortiz, 2014), p. 195
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